Con ocasión de la solemnidad de Pentecostés, presentamos este artículo: una breve exposición sobre EL ESPIRITU SANTO EN EL NUEVO TESTAMENTO (NT)
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Afirma el Papa Juan Pablo II que el Espíritu Santo, el cual es apenas “vislumbrado” como persona distinta del Padre y del Hijo en la revelación del AT (Antiguo Testamento), se manifiesta con total claridad en la enseñanza del NT, en lo que se refiere a la distinción de las Personas. Si bien en el NT no se da una enseñanza sistemática acerca del ES, podemos no obstante deducir todo lo que sobre él se expone por convergencia de las revelaciones de los evangelios sinópticos (especialmente San Lucas), San Pablo y San Juan.
1. El Espíritu Santo en la Encarnación
La acción del Espíritu Santo en el AT es innegable, aun cuando su modo distinto y personal de obrar no se manifieste quizás con total evidencia, como hemos ya notado.
En los personajes que aparecen en los evangelios de la infancia, que pueden ser catalogados como preludio inmediato de la Buena Nueva traída por Jesús (el “resto” de Israel), dicha acción del ES se manifiesta de un modo bastante más claro.
Así por ejemplo se muestra en Zacarías, quien al ser liberado por Dios de la trabazón de su lengua al nacer su hijo Juan Bautista, profetizó el cántico del Benedictus, habiendo “quedado lleno del Espíritu Santo”. El mismo tipo de expresión se utiliza para su esposa Isabel, al recibir esta el saludo de María: “y llena del Espíritu Santo” (cfr. Lc 1,41). Algo similar se afirma del anciano Simeón, puesto que “estaba en él el Espíritu Santo” , y este espíritu le había revelado que no moriría antes de haber visto al Cristo del Señor (cfr. 2,27).
El caso de Juan Bautista es ya bastante más especial, pues se afirma expresamente que “estará lleno del Espíritu Santo ya desde el seno de su madre”, lo cual implica una plenitud bastante más acabada, al menos en cuanto al tiempo.
María se presenta como un personaje más enigmático en el NT. El habitual silencio que la Escritura guarda para la persona de la Virgen también se da para designar la plenitud del Espíritu Santo que en ella existía. Más bien que afirmarse la inhabitación o residencia del ES en María, se habla más bien de la “obra del ES en ella”. Así el ángel le dice: “el Espíritu Santo vendrá sobre ti…” (cfr. Lc 1,35). También se afirma en Mateo que “se encontró encinta por el Espíritu Santo”. A José se le revela que no sólo su embarazo, sino que “lo engendrado en ella es del Espíritu Santo” Esta última nota es de importancia pues ella establece como un “puente” entre María y Jesús (y podríamos decir entre el “resto” de Israel y todo el Antiguo Testamento y Jesús).
En el momento de la Encarnación propiamente dicho, se hace también un poco de silencio acerca de la presencia del Espíritu Santo y de la plenitud con la cual reside en Cristo. Es verdad que el arcángel comunica a María que el Espíritu Santo vendría sobre ella, pero no se hace referencia a Jesús. El evangelio de Mateo es un poco más explícito al afirmar que lo concebido en ella es del Espíritu Santo (la cita a la cual hemos ya hecho referencia), una clara aseveración sobre el modo virginal de su concepción, o incluso sobre la naturaleza extraordinaria de Jesús, aun cuando tampoco se afirma claramente qué tipo de presencia del espíritu se da en aquel.
Una nota interesante la encontramos en el ministerio profético del Bautista, cuando bautizaba en el Jordán. Respondía Juan a los que le preguntaban, diciendo: “Yo os bautizo con agua, pero viene el que es más fuerte que yo, y yo no soy digno de desatar la correa de sus sandalias. Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego…” (Lc 3,16 y Mt 3, 11-12). De modo que una diferencia fundamental entre Juan Bautista – de quien se afirmó primero que estaba lleno del ES desde el vientre de su madre- y Jesús, se da justamente en el obrar. El de Jesús es más perfecto (“es más fuerte que…”) porque se trata de un verdadero agente del Espíritu Santo. La nota de “fuego” es también digna de mención. Este simboliza ya en el AT la intervención especial de Dios, que purifica.
O sea que Jesús es mayor que Juan por ser agente del Espíritu Santo y participar de los poderes divinos. Por si todavía faltase mayor claridad para ver aquí la filiación divina, los tres evangelios sinópticos nos presentan la escena del bautismo de Jesús en el Jordán. Siendo mayor que él – por testimonio directo del Bautista- Jesús acude no obstante a ser bautizado por Juan. Pero he aquí que el mismo Dios Padre da testimonio de Cristo, haciendo descender el Espíritu Santo en forma de paloma, y pronunciando una sentencia inequívoca: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco” (Mt 3,17; cfr. Mc 1,11 y Lc 3,22).
La relación personal de Jesús con Dios es la filiación divina. Esto aclara también la naturaleza de la relación Jesús – Espíritu Santo, y de qué modo sea Jesús agente. Jesús está lleno del Espíritu Santo pero no del modo en que lo están las creaturas, aún las más perfectas (Juan Bautista, María). Así debe también entenderse el “será llamado Hijo de Dios”, que el ángel dijese a María (cfr. Lc 1,35), inmediatamente después de haberle anunciado que el ES la cubriría con su sombra. La relación de Jesús con el ES debe entenderse como plenitud de orden hipostático, y a la luz de la filiación divina.
Afirma el Papa Juan Pablo II que «la concepción y el nacimiento de Jesucristo son la obra más grande realizada por el Espíritu Santo en la historia de la creación y de la salvación: la suprema gracia -“la gracia de la unión” – fuente de todas las demás gracias, como explica Santo Tomás».
El misterio de la Encarnación «lo realizó aquel Espíritu que – consustancial al Padre y al Hijo- es en el misterio absoluto de Dios uno y trino, la Persona-amor, el don increado, fuente eterna de toda dádiva que proviene de Dios en el orden de la creación, el principio directo, y en cierto modo el sujeto de auto comunicación de Dios en el orden de la Gracia. El misterio de la Encarnación de Dios constituye el culmen de esta dádiva y de esta autocomunicación divina.»
El misterio de la acción del Espíritu Santo en Cristo no se agota no obstante en el hecho de la Encarnación, si bien ella es su fundamento y el manantial constante de donde toda acción del ES en Nuestro Señor procede. En efecto, el libro de los Hechos de los Apóstoles habla de una “unción” de Cristo por parte del Espíritu Santo , que no puede estar refiriéndose a otra cosa sino a la escena del Bautismo en el Jordán, al cual ya hemos aludido. El Papa afirma a este respecto que Cristo poseía el ES desde su concepción, pero en el Bautismo recibió una nueva efusión con dicho espíritu, una “unción”. En efecto, después del Bautismo en el Jordán se afirma que Jesús estaba “lleno del Espíritu Santo”. Esta “unción” según interpreta el Magisterio, consiste en la elevación ante Israel como Mesías , de tal modo que según esta luz hay que entender la teofanía del Jordán, que es pública y que tiene lugar ante el representante más excelso del Israel del AT, Juan Bautista (“no ha habido de los nacidos de mujer alguien más grande que Juan Bautista”, y también: “las profecías llegan hasta Juan”).
Una nueva luz sobre el sentido de esta unción la tenemos justamente al comienzo de la vida pública de Nuestro Señor, con ocasión del discurso en la sinagoga de Nazaret. Aquí, al hacer la lectura del texto de Isaías, se aplica la profecía a sí mismo, y afirma que “esta Escritura que acabáis de oír, se ha cumplido hoy” (cfr. Lc 4,21). ¿Qué es lo que se ha cumplido? Pues todo lo que afirma Isaías, los signos mesiánicos, y las mismas Escrituras. Jesús aparece como Mesías ante Israel y como cumplimiento perfecto de todas las Escrituras. Y eso gracias a la “unción” que Jesús ha recibido.
Por eso dicha unción inaugura los tiempos mesiánicos. Por eso también está al comienzo de la vida pública de Jesús y por eso bajo la forma del Bautismo. El “sumergirse en las aguas” es símbolo de la muerte de Jesús, la “voz del Padre” en cambio anuncia la gloria de la Resurrección. El misterio Pascual es así figurado al comienzo de la vida pública, para dar a entender de qué modo esta unción mesiánica llegará a su plenitud, y cumplimiento perfecto. El Bautismo es un “preludio” de cuanto sucederá a continuación.
Hay otro elemento que no hemos aún analizado, y es la tentación de Jesús en el desierto. No olvidemos que “el mismo Espíritu (Santo) llevó a Jesús al desierto para ser tentado por el diablo” . El mismo Espíritu que se le manifestó en el Jordán lo lleva al desierto, y nada menos que para enfrentar a su enemigo. Sin duda alguna, es un signo de la lucha que Jesús va a entablar hasta el final con dicho enemigo, desde la figuración del Misterio Pascual en el Bautismo, hasta su cumplimiento en la Cruz y en la Resurrección, cuando la victoria sobre el enemigo (ya anticipada en las tentaciones) va a ser completa y definitiva. El Espíritu lleva a Jesús al desierto inmediatamente después de la unción mesiánica, para darle oportunidad al diablo de intentar “desvirtuar” dicho mesianismo, sabedor no obstante del fracaso seguro de dicha tentativa. Así el mesianismo de Cristo aparecerá como más triunfante aún, y en su verdadero sentido. La lucha contra el diablo continuará durante toda la vida de Cristo en la tierra (cfr. Mc 1,27 y otros), por eso no se puede decir que su poder “provenga del diablo” (cfr. Mc 3,22-30). Esto será una blasfemia contra el ES, porque justamente – como afirma San Basilio- el diablo “perdió su poder” en presencia del ES.
La plenitud del ES que existirá en Cristo, y que tendrá su expresión definitiva en el día de la Resurrección, según atestigua San Pablo , hará que justamente después de haber cumplido acabadamente su misión y llevada al culmen su manifestación mesiánica , sea capaz de trasmitir esa plenitud del ES a sus seguidores, los Apóstoles. El evangelio de Lucas termina con la promesa solemne del envío de dicho espíritu: “Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto” (Lc 24,49).
2. El Espíritu Santo en los Hechos de los Apóstoles
“Consumada la obra que el Padre encomendó realizar al Hijo sobre la tierra fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés a fin de santificar indefinidamente a la Iglesia y para que de ese modo los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espíritu”. Se cumple en Pentecostés la promesa que Cristo había hecho a los Apóstoles (cfr. Lc 24,49), y que el evangelista vuelve a recordar dos veces al comienzo del libro de los Hechos, en una de las apariciones de Cristo resucitado a los Apóstoles (cfr. Hch 1,4-5) y en la escena de la Ascensión (cfr. Hch 1,8).
El Espíritu Santo ya estaba con los Apóstoles. En el evangelio de Juan se puede ver claramente como el Señor lo infundió sobre ellos el mismo día de su Resurrección (cfr. Jn 20,22: “Recibid el Espíritu Santo”). Pero en Pentecostés se puede decir que es el comienzo formal de la Iglesia, pues en dicho día la efusión del Espíritu se da justamente en las condiciones en que Jesús la había prometido, o sea para “ser testigos de Él” y “hasta los confines de la tierra” (cfr. Hch 2,1-12). El Papa llama a Pentecostés “la realización definitiva de lo que se había cumplido en el Cenáculo el día de Pascua” (lo cual lo llama ya cumplimiento de la Promesa de Cristo). Pentecostés tiene también una connotación de neto cumplimiento de las Escrituras, no sólo porque se realiza efectivamente aquello figurado en la fiesta judía de Pentecostés (la Nueva Alianza con los hombres prefigurada en la del Sinaí, cuyo recuerdo tenía lugar en dicha fiesta) sino porque se cumple las profecías acerca de la efusión del Espíritu Santo a todo hombre, predichas por Joel y evocadas por San Pedro en su discurso al pueblo en Pentecostés (cfr. Hch 2,17-21).
El libro de los Hechos bien puede ser llamado “el evangelio del ES”, en cuanto que dicho espíritu se transforma en el protagonista principal del mismo, y de los acontecimientos de la primera Iglesia. Ya hemos hecho referencia a la efusión del Espíritu sobre los Apóstoles. La eficacia y permanencia de esta se ve bien claro en dos episodios; uno la expresión del evangelista respecto a Pedro cuando este responde ante el Sanedrín con ocasión de la curación del tullido en el templo. Se dice en efecto que Pedro estaba “lleno del Espíritu Santo”. El segundo episodio tiene lugar cuando Pedro y Juan son liberados por el Sanedrín. Llegan a los suyos, y después de haber contado todo y hacer una oración en común, “retembló el lugar donde estaban reunidos, y todos quedaron llenos del Espíritu Santo y predicaban la Palabra de Dios con valentía” (Hch 4,31). Algo similar a Pentecostés, pero esta vez delante de toda la comunidad cristiana. Testimonio elocuente de la acción del ES sobre toda la Iglesia.
Algunas características más de la acción del ES en la primitiva Iglesia las podemos apreciar en los siguientes capítulos de los Hechos: Por ejemplo el cálculo humano y egoísta de Ananías y Safira se ve como una “mentira hecha al ES” (cfr. Hch 5,3), los Apóstoles dicen que el Es. Sto es “testigo de los hechos y de su enseñanza” (cfr. Hch 5,32), Esteban a punto de ser coronado por el martirio se hallaba “lleno del ES” (cfr. Hch 7,55) y se castiga la simonía, el querer comprar el don del ES con medios humanos, como si fuese un poder mágico (cfr. Hch 8, 18-24).
En la promesa de Cristo se habla inequívocamente de “ser bautizado en el ES” (cfr. Lc 3,16; Hch 1,5). Cuando Pedro habla al pueblo después de Pentecostés, este responde preguntando que debían hacer (cfr. Hch 2,37). Pedro responde diciendo: “Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” .
Se trata Aparentemente de una sola cosa, bautismo y don, aunque expresada con dos conceptos distintos. Sin embargo, en el capítulo 8 del libro, se afirma que la Iglesia envió a Pedro y Juan a Samaria, los cuales llegados allá, “oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo, pues todavía no había descendido sobre ninguno de ellos; únicamente habían sido bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo” (Hch 8, 15-17). O sea aquí se marca la diferencia entre Bautismo (y bautismo en el nombre de Cristo, no bautismo de Juan) y don del ES que se recibe por la imposición de manos. Si bien de las palabras de Cristo se deduce claramente que existe infusión del ES en el Bautismo (y probablemente también de las palabras de Hch 2,38), aquí se hace alusión a un nuevo rito que se efectúa mediante la imposición de manos, y que es llamado “don del ES”. Esto ha sido interpretado como fundamento bíblico del sacramento de la Confirmación, aun cuando “imposición de las manos” no se limita a ello (cfr. La institución de los siete diáconos en Hch 6,6).
El proceso parece ser el siguiente: Conversión – Bautismo – Don. Así se deduce del discurso de Pedro en Pentecostés, así también se da con Saulo, a quien es enviado Ananías para que recobre la vista “y sea lleno del ES” (cfr. Hch 9,17). Recobró la vista, y fue bautizado (cfr. Hch 9,18). Existe un cierto “don del ES” más carismático, que se manifiesta especialmente con la glosolalia. Este puede ser incluso anterior al Bautismo e independiente de él. Su finalidad parece que fuera sólo pedagógica, pero implica una real presencia del ES. Es aquel que se derrama sobre todos los de la casa de Cornelio, sobre quienes “bajó el Espíritu Santo” y hablaron en lenguas (cfr. Hch 10,44.46). Pedro reconoció que el don del Espíritu Santo había sido derramado también sobre ellos (los gentiles), y “mandó que fueran bautizados en el nombre de Jesucristo” (Hch 10,48). En este caso, dicho don particular del Espíritu (aunque verdadera efusión) es anterior al Bautismo. Se puede deducir fácilmente el por qué. Dios tenía que convencer a Pedro que también los gentiles debían formar parte de la Iglesia.
La misión de los gentiles gozará del pleno impulso del Espíritu Santo, y Pablo y Bernabé, ambos “llenos del Espíritu Santo” (cfr. Hch 13,9 y Hch 11,24) fueron enviados a evangelizar por el mismo Espíritu (cfr. Hch 13,4). En el primer concilio de la Iglesia, en Jerusalén, vuelve a presentarse como testimonio lo que el ES ha obrado entre los gentiles (cfr. Hch 15,8) y es entonces este mismo Espíritu quien asistirá a la Iglesia para que no se impongan a los gentiles las cargas del judaísmo (cfr. Hch 15,28).
También en el ministerio de Pablo ante los paganos se hará la distinción entre Bautismo de Juan, Bautismo de Cristo, y don del Espíritu Santo a través de la imposición de manos (cfr. Hch 19, 4-6). Aunque no se lo menciona explícitamente, es fácil comprobar por analogía como el ES está presente en todas las misiones de Pablo. Es este el que le asegura que en cada lugar encontrará tribulaciones y prisiones por causa del reino (cfr. Hch 20,23). Pablo afirma que es el ES quien ha puesto al obispo al frente de su grey, como Pastor (cfr. Hch 20,28), y finalmente termina su misión en el libro reafirmando la incredulidad y dureza de los judíos, profetizada por el ES en Isaías (cfr. Hch 28,25, citando a Is 6,9-10).
3. El Espíritu Santo en San Pablo
Las referencias que el Apóstol hace del Espíritu Santo (muchas veces llamado sólo “Espíritu”) en sus cartas son numerosísimas y variadas. Podremos agruparlas en torno a tres centros de interés:
a) La filiación divina adoptiva:
Jesús había dicho a Nicodemo que “el que no nazca del agua y del Espíritu no podrá entrar en el Reino de Dios” (cfr. Jn 3,3 y 3,5). San Pablo lo explica aún más afirmando que Dios “nos salvó, no por obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo”. Las mismas realidades a las que se hicieron alusión en el caso de Nicodemo; el “agua” y el “Espíritu”. Y con la aclaración que se trata de un “baño de regeneración”, o sea de un verdadero “nuevo nacimiento”. Además se deja en claro que no es mérito ni adquisición del hombre, ni se le debe en justicia, sino que se lleva a cabo por pura misericordia divina. Nos devuelve además la amistad con Dios porque nos renueva apartándonos de la vida de pecado, que muchos habían practicado en otro tiempo, y todo ello en nombre de Jesucristo (con lo cual se deja en claro quien ha sido el Mediador de esta nueva promesa): “Tales fuisteis algunos de vosotros. Pero habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios”.
Esta renovación espiritual del creyente tiene una consecuencia lógica, la filiación divina del creyente: “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, son Hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para proclamar que somos hijos de Dios”.
El creyente ya está regenerado y es hijo, más aún no ha llegado a su madurez. Esta nueva vida se da aún sólo en germen, mientras esperamos su manifestación más plena: “nosotros que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo”. En efecto, el don de la nueva vida será tan perfecto que afectará no sólo al espíritu humano sino al cuerpo, el cual resucitará glorioso: “Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros”.
En este sentido, la importancia del cuerpo es tal, que llega a ser verdadero “Templo” del ES: “¿O no sabéis que vuestro cuerpo es Templo (Santuario) del Espíritu Santo?” (cfr. 1 Cor 6,19).
b) La fuerza interior o “potencia”:
En los evangelios sinópticos el término “dunamis” (potencia, poder) expresa corrientemente los milagros. Más en San Pablo este término no designa de modo habitual los milagros. Pablo habla más bien de su acción apostólica que se realiza por el “poder de Dios” (cfr. 1 Cor 2,5; 2 Cor 6,7), o del “Espíritu de Dios” (cfr. Rm 15,19), o bien con la mención explícita del Espíritu Santo, como se hace en la primera epístola a los Tesalonicenses: “Ya que os fue predicado nuestro Evangelio no sólo con palabras sino con también con Poder y con el Espíritu Santo…”.
c) Unidad en la diversidad:
La primera y fundamental unidad es la que se da en Cristo Jesús para todos los creyentes, quienes ya no están más separados por su procedencia, raza, etc. (cfr. Gal 3,26-28). Ahora bien, quien hace posible esta unidad de individuos tan diversos es justamente el Espíritu de Dios, que regenera al creyente para transformarlo en hijo respecto a Dios y hermano para los demás creyentes. Esta acción del Espíritu se manifiesta de modos diversos, por ejemplo con carismas y dones diversos, más el Espíritu es siempre el mismo, como dirá el Apóstol a los Corintios: “Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo”. La importancia de preservar dicha unidad producida por el Espíritu Santo es tal, que merece del Apóstol una recomendación especial, como aquella que hará a los Efesios: “…poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a la cual habéis sido llamados”.
Finalmente, cabe mencionar la descripción paulina de los “frutos” del ES, incluida en el catecismo tradicional: “El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de si…” (cfr. Gal 5,22).