ELECCION e IDEAL en la VIDA CRISTIANA y en LA REVELACION

Cristo y la adultera Jacobo Bassano (Sala de las audiencias del Palacio del Pretorio) Bassano del Grappa, Museo Civico

Cristo y la adúltera
Jacobo Bassano (Sala de las audiencias del Palacio del Pretorio) Bassano del Grappa, Museo Civico

Elección e ideal en la vida cristiana y en la Revelación

        El vocablo “ideal” se define en el diccionario de la Real Academia como: 1 – perteneciente o relativo a la idea; 2 – que no existe sino en el pensamiento; 3 – que se acopia perfectamente a una forma o arquetipo; o bien 4 – modelo perfecto que sirve de norma en cualquier dominio (excelente, perfecto).[1] Deriva claramente de idea, que posee una gama de significados mucho más variada, ya sea expresando un simple conocimiento, conocimiento racional, etc. La acepción que más se relaciona con ideal es aquella que define idea como: – “imagen o representación que de un objeto percibido queda en la mente”; o mejor aún: – “plan o disposición que se ordena en la imaginación para la formación de una obra”.[2]

            Idea proviene del latín idēa = imagen, forma, apariencia, y a su vez este del griego ἰδέα = idea. Este último aparece en la Biblia muy raramente, solo en Génesis 5,3 y en Mateo 28,3.

         El significado en Mateo es ciertamente mucho más simple. Se trata de uno de los ángeles que anuncia la resurrección de Jesús, y se afirma que: Su aspecto era como el relámpago, y su vestido blanco como la nieve (Mt 28,3). El vocablo griego que corresponde a aspecto es justamente eidέa (la escritura con “e” representa la forma más original del término).

            En Gen 5,3 es más complejo, en razón de un paralelo, en cuanto al significado, con Gen 1,26. Empecemos con 5,3: Cuando Adán llegó a la edad de ciento treinta años, generó un hijo a su semejanza e imagen, y lo llamó Set. Nos recuerda obviamente el texto sobre la creación particular del hombre, que encontramos justamente en 1,26: Y dijo Dios: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza». El hecho que ambos términos: imagen – semejanza, se encuentren en orden inverso en 5,3 respecto a 1,26 no se debe a un capricho de traducción. En dicho orden se dan en el original hebreo del texto bíblico, donde los términos que se utilizan son los mismos para cada caso y en orden inverso en cada uno de los versículos: tsélem para imagen, demūt para semejanza.

          El dato es relevante, porque en el texto griego de la versión Septuaginta (LXX) se observa una diferencia: eikona (eikóna) para “imagen” y omoiwsin (omoíōsin) para “semejanza”. Esto sucede en 1,26, mientras que 5,3 lee, en orden invertido como en el hebreo: kata thn idέan (katá tēn idéan: “según su semejanza”) y kata thn eikona (katá tēn eikóna: “según su imagen”). En este caso, mientras que el término usado para “imagen” es el mismo, vemos que para “semejanza” varía: omoíōsin en 1,26 significa justamente “similar en sustancia”, mientras que idéan de 5,3 posee la carga semántica que hemos analizado. El hecho que la Biblia griega los coloque como sinónimos es altamente significativo: Ese modelo o arquetipo es de la misma sustancia de quien lo genera. En el caso de Mt 28,3, puede servir para indicar que el “aspecto” del ángel glorioso no es sólo una apariencia, sino una real representación de su condición celestial.

            Las pocas recurrencias que hemos encontrado en la Biblia nos llevan a analizar otro término, de significación similar, que aparece mucho más en el texto sagrado, y es skopoV (skopós), cuya gama de significados es bastante amplia en el griego; muchas veces significa vigía, centinela, como en 2Sam 18,26 y Ez 33,6. El sentido de blanco como un centro físico que la flecha arrojada por el arquero debe alcanzar no le es tampoco ajeno (Sab 5,12; 5,21), pero parece ser que es en el Nuevo Testamento (NT) donde toma el sentido (metafórico al inicio pero que llega a ser propio por el uso) de objetivo, meta. El ejemplo más claro es Flp 3,14, donde San Pablo nos advierte que lo que busca es: Correr hacia la meta, para ganar el premio al que Dios nos llama arriba en Cristo Jesús.

         Ambos términos merecen probablemente un análisis exegético más detallado, pero puede al menos vislumbrarse que, mientras idea (y por extensión ideal) encierra el significado de arquetipo perfecto, incluso en sustancia, skopós es más funcional, significando un objetivo al cual se puede tender y que puede ser perfectamente alcanzado.

  1. ¿Qué ideal propone Jesús?

            El texto del NT no pone en boca de Jesús ninguno de los términos que hemos analizado. No hace falta ser un experto, sin embargo, para percatarse que el concepto de “meta” a la cual se debe tender, ha sido ciertamente puesto de manifiesto por Jesús en diversas ocasiones, muy claramente y con mucha exigencia.

            El ejemplo más claro – aunque no es el único – sea quizás la célebre sentencia del sermón de la Montaña: Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial (Mt 5,48). Cabe destacar que la sentencia encuentra su paralelo en la Ley de Moisés, y también es referido por el apóstol Pedro, en una de sus cartas, pero con un matiz distinto. En efecto, leemos varias veces en el Levítico: Sed santos, porque yo soy santo (Lev 11,44.45; 19,2; 20,7.26), en medio de un gran número de prescripciones legales, y también en 1Pe 1,16, esta vez en relación a “toda vuestra conducta” (1,15), lo cual permite entender que los Apóstoles interpretaban la sentencia de la Ley no ya como mera santidad legal o ritual. De todos modos, la sentencia de Jesús tiene una particularidad, y es que no usa el adjetivo santo (agioV) sino que usa literalmente el término perfecto (teleioV), con el inconfundible matiz griego de “finalidad, concreción, plenitud”.[3]

            Habíamos advertido que no es el único texto, y con razón. La famosa sentencia de 5,20, también en el sermón montano: Si vuestra justicia no es mejor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos, tan contradictoriamente citada a veces, es otro claro ejemplo, donde no sólo se enseña que el objetivo o meta está por encima de la “justicia” (santidad, probidad, moralidad) de los escribas y fariseos, sino que además se advierte que, de no alcanzar esa justicia, no se entrará en el Reino, o sea, uno no se salvará. Parece más un objetivo de mínima que uno de máxima. Hay sentencias parecidas de Jesús, dichas incluso en momentos de gran actitud misericordiosa de su parte, pero no menos solemnes y terribles por eso: ¡Mira, ya has quedado sano! No vuelvas a pecar, no sea que te ocurra algo peor, al paralítico de Betsaida (Jn 5,14) y la célebre sentencia a la mujer adúltera: Tampoco yo te condeno. ¡Ahora vete, y no vuelvas a pecar! (Jn 8,11). En todas ellas puede verse claro que Jesús afirma que la meta a la cual llama se sitúa por sobre el horizonte del pecado, constituyendo este una barrera por debajo de la cual se expone el hombre a quedar excluido de la salvación, y por lo tanto a no beneficiarse más de la misericordia divina. Jesús ha hecho uso de ella para rescatar a tantos del pecado, incluso de los más abyectos, pero él mismo advierte que no está obligado a hacerlo siempre, en caso que no exista correspondencia a su llamada.

            Está claro, entonces, a qué tipo de objetivo o meta llama Jesús. Conviene llamarlo de ese modo y no simple ‘ideal’, porque Jesús asegura que dicho objetivo o meta es posible de alcanzar, con su ayuda. El ideal es en definitiva el mismo Cristo, al cual tenemos que tender.[4] Es verdad que existirá un punto concreto al cual cada uno llegará como máximo en su vida terrena, y será distinto para cada uno, pero el imperativo de “ser perfectos” ha sido dicho para todos, aunque se cumpla según modalidades concretas distintas. No existe una llamada a un ideal mediano o mediocre, o hasta donde se pueda. El ideal está siempre por encima de la frontera entre el pecado y la obra buena, y nunca es compatible con el primero.

            Lo mismo puede decirse del ideal que propone la Iglesia y con ella el cristianismo entero, o sea, toda la tradición cristiana: «Sólo en el misterio de la Redención de Cristo están las posibilidades “concretas” del hombre. “Sería un error gravísimo concluir… que la norma enseñada por la Iglesia es en sí misma un “ideal” que ha de ser luego adaptado, proporcionado, graduado a las — se dice — posibilidades concretas del hombre: según un “equilibrio de los varios bienes en cuestión”. Pero, ¿cuáles son las “posibilidades concretas del hombre”? ¿Y de qué hombre se habla? ¿Del hombre dominado por la concupiscencia, o del redimido por Cristo? Porque se trata de esto: de la realidad de la redención de Cristo. ¡Cristo nos ha redimido! Esto significa que él nos ha dado la posibilidad de realizar toda la verdad de nuestro ser; ha liberado nuestra libertad del dominio de la concupiscencia”. Si el hombre redimido sigue pecando, esto no se debe a la imperfección del acto redentor de Cristo, sino a la voluntad del hombre de substraerse a la gracia que brota de ese acto».[5]

            La doctrina católica no hace más que proponer una vez más las palabras de Cristo: “¡Vete, y no vuelvas a pecar!” (Jn 8,11). Por eso, cuando se afirma que Jesús camina con nosotros, nos propone el ideal, nos acompaña hacia el ideal, y nos dice: ‘Pero hay que hacer esto hasta el donde se pueda’, ese ‘donde se pueda’ – al margen del detalle de nunca haber sido expresión semejante proferida por Jesús – jamás podrá entenderse como implicando la posibilidad de convivir con cualquier situación de pecado, incluso si fuese posible catalogar a esta como un situación exclusivamente “objetiva”, sin entrar a juzgar la intención o voluntariedad de las personas.

            La misericordia de Dios (y de Cristo en particular) no carece de comprensión por la debilidad humana (como lo demuestran claramente el episodio de la adúltera (Jn 8, 1-8) y de la mujer samaritana (Jn 4, 7-29). «Esta comprensión jamás significa comprometer y falsificar la medida del bien y del mal para adaptarla a las circunstancias (…) es inaceptable la actitud de quien hace de su propia debilidad el criterio de la verdad sobre el bien (…) Semejante actitud corrompe la moralidad de la sociedad entera, porque enseña a dudar de la objetividad de la ley moral en general y a rechazar las prohibiciones morales absolutas sobre determinados actos humanos, y termina por confundir todos los juicios de valor».[6]

  1. La concepción luterana

            Los evangelios presentan muchos diálogos de Jesús con los pecadores, muchos encuentros con ellos. Encuentros con Dios habían ya existido en el Antiguo Testamento (AT), pero en el Nuevo se presenta como una actitud casi constante. En todos los casos, sin excepción, de un modo u otro, Jesús invita a dejar el pecado y a menudo con una fuerte advertencia. La misericordia de Cristo llega hasta los pecadores más abyectos, y busca rescatarlos en cuanto que son seres humanos, creaturas llamadas a ser hijos adoptivos de Dios, pero siempre con la condición de dejar el pecado. La misericordia nunca es con el pecado mismo, con el pecado en cuanto pecado. Es verdad, que entre los perdonados por Cristo, habrá quien ame más y quien ame menos. El mismo Señor lo dio a entender claramente: Le quedan perdonados sus pecados, sus muchos pecados, porque ha amado mucho. Pero aquel a quien poco se le perdona, es que ama poco (Lc 7,47), pero a todos se los llama a la plenitud del amor: Sed santos porque vuestro Padre celestial es santo, y a todos se les pedirá, de hecho, que en definitiva amen a Dios, o sea, que hayan franqueado la barrera del afecto al pecado en cuanto tal, porque de lo contrario, demuestran no amarlo francamente. El rico Epulón de la conocida parábola no dejó su afecto al pecado y no franqueó dicha barrera, por ejemplo (cfr. Lc 16, 24-25).

            Esto que parece tan obvio en la tradición cristiana, no lo es en el luteranismo, por ejemplo, donde el concepto de “justificación”, o sea, el derecho a la salvación eterna, supone una adhesión y una acción meramente extrínseca, fundada en el ‘creer en Jesús’, en su poder, y en el tener confianza (fiducia) que me salvará, pero donde no se ve la fuerza transformadora que cambia el pecador y lo hace justo, interiormente, ante Dios.

         Cuando se afirma que “hoy, sobre la doctrina de la justificación, luteranos y católicos, con todos los protestantes, estamos de acuerdo”, y que “sobre ese punto (la justificación), él (Lutero) no se había equivocado”, se está afirmando con mucha temeridad, algo que va mucho más allá de lo que los mismos peritos católicos y protestantes se hayan atrevido jamás a afirmar, puesto que aún en declaraciones conjuntas, han marcado bien sus diferencias.

            En ese sentido, la más importante haya sido tal vez la Declaración común católica – luterana del 31/10/1999, publicada en común por el Pontificio Consejo para la unidad de los cristianos (organismo de la Curia romana Vaticana, por la parte católica), y altos organismos de las iglesias evangélicas, especialmente luteranas.[7] El mismo, como todo documento de carácter ecuménico, buscaba encontrar puntos en común, de consensuar, donde hasta las concepciones diversas sobre los mismos términos pudiesen ser matizadas. Sin embargo, el documento marcaba también las diferencias, por otra parte inocultables, entre la concepción católica y la luterana, en particular respecto al tema del pecado y la justificación, que es el binomio que más se relaciona con lo que hemos tratado.

            Decía la Declaración, entre otras cosas: «Juntos confesamos que en lo que atañe a su salvación, el ser humano depende enteramente de la gracia redentora de Dios (…) La justificación es obra de la sola gracia de Dios. Puesto que católicos y luteranos lo confesamos juntos, es válido decir que: Cuando los católicos afirman que el ser humano “coopera”, aceptando la acción justificadora de Dios, consideran que esa aceptación personal es en sí un fruto de la gracia y no una acción que dimana de la innata capacidad humana».[8] La Declaración deja en claro que el vocablo “justificación” existe tanto en la terminología católica como en la luterana. El problema consistirá en saber cómo lo entiende cada uno. Para ambos, la acción justificadora es primera y principalmente obra de Dios. Para los católicos, sin embargo, el hombre puede “cooperar” con su aceptación, aunque esa misma cooperación es fruto también de la gracia divina.

            Continúa la Declaración: «Según la enseñanza luterana, el ser humano es incapaz de contribuir a su salvación porque en cuanto pecador se opone activamente a Dios y a su acción redentora. Los luteranos no niegan que una persona pueda rechazar la obra de la gracia, pero aseveran que sólo puede recibir la justificación pasivamente, lo que excluye toda posibilidad de contribuir a la propia justificación sin negar que el creyente participa plena y personalmente en su fe, que se realiza por la Palabra de Dios».[9] De modo que para el luteranismo, no hay “colaboración” – propiamente dicha – en la obra de la justificación del hombre. El luteranismo entiende que la justicia de Dios es justicia nuestra, pero sólo por el hecho que Dios nos ofrece el perdón en Cristo y su gracia (favor divino): «Cuando subrayan que la gracia de Dios es amor redentor (“el favor de Dios”)[10] no por ello niegan la renovación de la vida del cristiano. Más bien quieren decir que la justificación está exenta de la cooperación humana y no depende de los efectos renovadores de vida que surte la gracia en el ser humano».[11]

            Queda claro, entonces, que en el lenguaje luterano, si bien existan vocablos como justificación o gracia, estos adquieren un significado muy diverso que en el universo católico. No se trata de negar la fuente y el origen divino de la gracia – los católicos la entienden también como sólo originada en Dios – sino que la discusión está en su misma esencia. Para el luteranismo, esta permanece siempre como un favor extrínseco. Aceptan que el hombre recibe el perdón de Dios, y se une a Cristo con la Fe y con la Palabra, pero al decir que no hay ningún tipo de cooperación ni transformación interior integral en el hombre, están estableciendo una diferencia fundamental con la concepción católica, justamente en el tema que hemos tratado. Para el luteranismo y otras corrientes protestantes, el perdón de Cristo no libera realmente al hombre de la condición de ‘pecador’ (entendido este como condición interna, no de la posibilidad de volver a pecar) y por lo tanto, se podría decir que la misericordia de Dios condesciende con el pecado en cuanto tal. El ‘ideal’ propuesto por Cristo para algunos, podría ser tal de no llegar a atravesar efectivamente la barrera del pecado, en el universo protestante, aun cuando no se ve como pueda esto compatibilizarse con las sentencias del Evangelio que hemos presentado.

         No se trata de una mera diferencia cultural, ni consistió la esencia del luteranismo en denunciar ciertas prácticas abusivas de la Iglesia católica de su tiempo, como lo demuestran los estudios más serios,[12] sino de una verdadera y profunda diferencia doctrinal. Afirmar que estamos en pleno acuerdo con ellos, no sólo es faltar a la verdad del catolicismo, sino a la del mismo protestantismo.[13]

  1. La elección

            Los textos bíblicos son bastante contundentes a la hora de subrayar el momento decisivo en el cual Dios pone al ser humano en situación de decidir sobre su destino final, de un modo absoluto, y en subrayar también el poder del acto electivo del hombre: «He puesto delante de vosotros la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Escoge, pues, la vida para que vivas, tú y tus descendientes» (Dt 30,19). La vida y la muerte son dos condiciones extremas, y dependen de una elección: “¡Escoge!”

            Pronunciadas más de mil años después, las palabras del Maestro Jesús, con toda la mansedumbre y poder de consolar que se les puede atribuir, no son muy distintas a las del Antiguo Testamento: «Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera» (Lc 13,5). Son incluso más decisivas, porque se trata ya no de la simple elección de un objeto externo, sino que la misma conlleva toda una actitud interior, la conversión, la transformación del ser humano (y no sólo una imputación exterior del título de la salvación, como en Lutero), y la opción contraria no es sino la muerte. Nuevamente la opción es: la vida o la muerte, y nuevamente el poder de elección está en el hombre.

            La visión más tradicional que se desarrolló en Occidente acerca de la naturaleza del acto humano libre, tiene sin duda su origen en Aristóteles. Santo Tomás la rescata para la elaboración del pensamiento cristiano: «La voluntad quiere por necesidad el fin último».[14] En resumen, la felicidad es el fin último del hombre que coincide con aquello che la voluntad quiere, en último término, aunque esta permanece libre respecto al uso de los medios (actos concretos) para el fin.[15]

         Sin embargo, Santo Tomás tiene algún texto donde rescata de modo mucho más relevante el poder de la elección de la voluntad, incluso respecto a un cierto ‘fin’, tal como lo comenta algunos de los estudiosos más destacados en la doctrina del Aquinate: «El juicio (o arbitrio) se deduce del fin, como las conclusiones de los principios. De modo que, así como de los primeros principios no juzgamos examinándolos, sino que asentimos a ellos naturalmente, y de acuerdo con ellos examinamos todas las demás cosas; así sucede también en el campo de las cosas apetecibles, en las cuales acerca del fin último no juzgamos según un juicio arbitrario, sino que lo aprobamos naturalmente, de modo que respecto a él no se da propiamente elección, sino voluntad. Pero poseemos respecto de él voluntad libre, pues la necesidad – inherente a su condición de fin último – no repugna la natural inclinación de la libertad. Como afirma San Agustín (De Civitate Dei, V) no existe libre juicio (arbitrio), propiamente hablando, que no caiga bajo una elección».[16]

            La pregunta que surge de este texto es: ¿Cómo es posible hablar de “libre voluntad” respecto al fin último (la felicidad), del cual hemos dicho que se apetece necesariamente? Más aún si admitimos, según la autoridad de San Agustín, que todo libre arbitrio supone un acto de elección. Es así como el padre Cornelio Fabro – uno de los comentadores a los que aludíamos – sugiere que el único modo de solucionar tal paradoja, sea la necesidad de afirmar, entre el fin último en común y la elección de los medios, la existencia de un fin último concreto, en cuanto elección del proyecto de vida concreto, donde se debe y se puede hablar de ‘libre voluntad’, siendo este el acto fundamental de la libertad existencial (de la persona).[17]

            A este fin último concreto no se accede por necesidad o impulso natural, sino con un verdadero acto de elección, por más fundamental que este pueda considerarse. «Es una elección del fin que califica ontológicamente y moralmente el sujeto. Existe quien elige por objetivo de su vida, y por lo tanto como objeto de su felicidad, la riqueza, quien el placer, quien la carrera o la gloria humana, quien la cultura… quien la conformidad con Dios y la vida eterna. Se trata, de todos modos, de una elección siempre reformable según el ámbito de la propia libertad. Es la responsabilidad (libertad) de esta elección concreta del fin que actúa la libertad personal y constituye en acto su moralidad.»[18]

            Por más apariencia de lenguaje filosófico o académico que posea, todo lo antedicho encuentra su perfecta correspondencia en la vida real, sin lugar a dudas. Vemos que las personas suelen moverse, en muchos casos desde pequeñas o desde muy jóvenes, según un patrón de conducta, y siguiendo un cierto ideal (fin concreto), hacia el cual orientan todos los singulares actos de sus vidas (elección de los medios). Quien lo hace por el dinero, quien por el sentido del progreso, quien por conseguir un título, o una posición en la vida, quien por el servicio del prójimo, algunos por el servicio de Dios, otros por su interés exclusivo. Es común que se diga, sobre las personas: “¡Este ha sido siempre así, nunca ha cambiado!”, por más actos concretos que haya realizado y con los cuales haya encausado su vida. Por supuesto que hay casos de grandes y rotundos cambios de orientación en la vida, y eso también se encuadra en lo dicho. La elección del fin último concreto puede cambiarse, aunque no parece ser lo más común. Es una elección orientadora de la vida entera, pero permanece siempre dentro del ámbito de elección del hombre.

            El texto evangélico también parece corroborar lo dicho y asegurarnos que no se trata evidentemente de ninguna disquisición filosófica, sino de un hecho real: Donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón (Mt 6,21). El corazón del hombre, en la Escritura, es la sede de los deseos más íntimos y profundos, lo más interior del alma. Es por dicha razón, que la elección del hombre lo coloca ante la vida y la muerte, como bien decía el Deuteronomio. Por otra parte, si es verdad lo que también afirma la Escritura: (Dios) quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1Tim 2,4), pues entonces la resultante es muy sencilla: Significa que, de hecho, Dios ha dado al libre albedrío humano, la facultad de poder elegir un objetivo o ideal por encima de la línea de la justificación, o sea, le ha dado la facultad de desear la salvación y empeñarse en lograrla, aunque eso implique también el auxilio constante de la gracia divina. De otro modo no tendría razón de ser el “sed santos”, tan mencionado en la Escritura. No hay llamada a un ideal intermedio o mediocre, no hay llamada de Dios a sólo hacer lo posible, especialmente si por esto se entiende no cruzar el umbral de la justificación plena, aunque cruzarlo implique la heroicidad de ciertos actos, en algunos casos.

  1. Conclusión

            La llamada a la plenitud de la vida cristiana, que no es otra cosa que la conceptualización del precepto divino: sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto, tiene que ser, por naturaleza, algo radical y tajante, en cuanto que supone un tratar de asemejarse a la naturaleza divina alejándose de las limitaciones de la naturaleza creada. Esto no puede darse de otro modo, y las frases del Evangelio son muy claras al respecto. Incluso cuando llama sólo a modo de consejo, usa expresiones que son por demás muy absolutas: (Lc 18,22) ¡Va, vende todo lo que tienes y repártelo entre los pobres, y tendrás tesoro en el cielo. Luego ven y sígueme! Como bien afirma un eximio teólogo, más que decir que propone, hay que afirmar que Jesús instaura con su autoridad un nuevo orden, el del Reino, al cual primero invita, y luego manda: Les enseñaba como quien tenía autoridad (Mt 7,29).

            Es por dicho motivo que el Señor delimita claramente la frontera entre su seguimiento, con su gracia, la cual otorga la justificación, y el rechazo de su mensaje. Por otra parte, pide a sus seguidores que sean absolutamente claros en esto: Vuestro hablar sea: ¡al sí, sí; al no, no! Lo que de esto excede, proviene del Maligno (Mt 5,37), y también: Quien no está conmigo, está contra mí; y quien conmigo no recoge, desparrama (Mt 12,30). El Evangelio, y también las cartas de San Pablo, están llenas de opciones disyuntivas, donde se pide optar por Cristo o contra El (Nadie puede servir a dos señores, pues menospreciará a uno y amará al otro; Mt 6,24). Afirmar que la opción: “o esto, o aquello…” no es católica ni cristiana, es un disparate total y revela una ignorancia preocupante del Evangelio (o un modo de entenderlo al revés, lo cual es aún más preocupante).

            El Evangelio es claro, lo cual no quiere decir que sea rígido. Es radical en muchas de sus exigencias, pues hacen a la esencia del mensaje cristiano, y siempre indica los medios para poder estar a la altura de dichas exigencias. Ese y no otro es el ideal evangélico. Y se opta por él con un acto de elección, que puede ser renovado, pero que en su misma raíz, tiene un carácter e absolutamente definitivo. Dios respeta esa elección libre hasta el fin, hasta en sus consecuencias malas, si las hubiera. Decir que no toma en cuenta seriamente el poder de elección en el hombre, es desconfiar de la misma obra de Dios en el hombre.

            La claridad de la moral cristiana no es rigidez, sino que es una consecuencia de lo que se propone, una realidad que pretende establecerse con carácter de definitiva. Que el Señor nos ayude a seguirla como es, con fidelidad, sin reduccionismos ni falsificaciones.

[1] Cfr. DRAE on-line en: http://dle.rae.es/?id=KtRk4zi

[2] Cfr. http://dle.rae.es/?id=KtN78ZO

[3] Según algunos estudiosos, en relación justamente a la trasmisión oral de los evangelios, es posible reconocer en el sermón de la Montaña toda una catequesis – de Jesús en primer lugar, y luego apostólica – muy bien estructurada, cuya sección central abarca de Mt 5,21 a Mt 7,12. Dicha sección central se divide en tres secciones de siete enseñanzas cada una (según los métodos rabínicos en uso, afirman algunos), y una sentencia final para cada sección. La primera sección (5, 21-48) es propiamente la que marca la diferencia fundamental con la vieja ley mosaica respecto de los mandamientos: Fue dicho – yo os digo… Finaliza con la sentencia de ser perfectos que hemos referido. Probablemente, el texto griego usa perfectos para indicar el matiz distinto que las palabras de Cristo habían sugerido, tal como las captaron los Apóstoles presentes (cfr. P. Perrier, Evangiles de l’oral a l’écrit II: Les Colliers Évangéliques; Ed. du Jubilé, Paris 2003, 181-192).

[4] Mt 11,29: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón …

[5] San Juan Pablo II, Enciclica Veritatis Splendor (6/8/1993), 103 [http://w2.vatican.va/content/john-paulii/es/encyclicals/documents/hf_jp-ii_enc_06081993_veritatis-splendor.pdf] citando Discurso a los participantes en un curso sobre la procreación responsable (1/3/1984), 4: Insegnamenti VII, 1 (1984), 583.

[6] Cfr. S. Juan Pablo II, Veritatis Splendor, 104.

[7] Cfr. Pontificio Consejo para la unidad de los cristianos, Declaración común sobre la doctrina de la justificación (31/10/1999) http://www.vatican.va/roman_curia/pontifical_councils/chrstuni/documents/rc_pc_chrstuni_doc_31101999_cath-luth-joint-declaration_sp.html

[8] Cfr. Declaración común, 4,19.20.

[9] Cfr. Declaración común, 4,21.

[10] La Declaración cita – en varias oportunidades – las fuentes mismas luteranas, como aquí: Cf. Weimar edition of Luther’s Works (WA) 8:106; American Edition 32:227.

[11] Cfr. Declaración común, 4,23.

[12] Por ejemplo, cfr. R. Coggi, La riforma protestante II, EDB, Bologna 2004; también L. Calvalcoli, op., II Dio di Lutero (http://www.riscossacristiana.it/il-dio-di-lutero-di-p-giovanni-cavalcoli-op).

[13] Para el luteranismo, el justificado es también pecador pero su pecado se encuentra “dominado” (sujeto). Aunque el lenguaje se asemeje en parte al lenguaje católico, la diferencia fundamental respecto a la dimensión del pecado subsiste, y es realmente una diferencia de base, pues determina si la gracia misericordiosa de Dios transforma totalmente al hombre al justificarlo, o no.

[14] Tomás de Aquino, Cuestión disputada sobre la verdad (De Veritate), q.22, a.5.

[15] «La voluntad apetece por necesidad el fin último de modo que no pueda no apetecerlo, pero no apetece por necesidad algo de esas cosas que son hacia el fin (los medios), por lo cual existe en ella la potestad de apetecer esto o aquello respecto de las cosas de este estilo» (De Veritate, q. 22, a.6).

[16] Cfr. De Veritate, q. 24, a.1, ad20.

[17] Cfr. Cornelio Fabro, Riflessioni sulla libertà (reflexiones sobre la libertad), EDIVI, Segni 2004, 39-40.

[18] Cfr. Riflessioni, 41. Además de reformable, podemos agregar que se trata de una elección voluntaria y plenamente consciente, o sea, absolutamente diversa de la inclinación trascendental de la que hablan los fautores de la así llamada “opción fundamental”.

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