EL HOMBRE Y LA CONCIENCIA MORAL – Catequésis de San Juan Pablo II

Veritatis Splendor (1983) fue la carta encíclica publicada por Juan Pablo II sobre la enseñanza de la moral católica

Veritatis Splendor (1983) fue la carta encíclica publicada por Juan Pablo II sobre la enseñanza de la moral católica

EL HOMBRE Y LA CONCIENCIA MORAL 

          En estos tiempos difíciles y confusos, donde muchas nociones básicas, incluso de la moral católica, son ofuscadas, o aludidas vagamente y también mal explicadas, queremos presentar estos extractos de muchas catequesis de San Juan Pablo II Magno sobre la conciencia moral del hombre. Una verdadera joyita, hoy muy olvidada.

  1. Libertad y moralidad en el acto humano[1]

          “Somos hechura suya, creados en Cristo Jesús, para hacer la buenas obras que Dios de antemano preparó para que en ellas anduviésemos” (Ef 2,10). Nuestra redención en Cristo nos capacita para realizar, en la plenitud del amor, esas buenas obras; “que Dios de antemano preparó para que en ellas anduviésemos”. La bondad de nuestra conducta es el fruto de la redención. Por eso San Pablo enseña que, por el hecho de haber sido redimidos, hemos venido a ser “siervos de la justicia”, (Rom 6,18). Ser “siervos de la justicia” es nuestra verdadera libertad.

            ¿En qué consiste la bondad de la conducta humana? Si prestamos atención a nuestra experiencia cotidiana, vemos que, entre las diversas actividades en que se expresa nuestra persona, algunas se verifican en nosotros, pero no son plenamente nuestras, mientras que otras no sólo se verifican en nosotros, sino que son plenamente nuestras. Son aquellas actividades que nacen de nuestra libertad: actos de los que cada uno de nosotros es autor en sentido propio y verdadero. Son, en una palabra, los actos libres. Cuando el Apóstol nos enseña que somos hechura de Dios, “creados en Cristo Jesús para hacer buenas obras”, estas buenas obras son los actos que la persona humana, con la ayuda de Dios, realiza libremente: la bondad es una cualidad de nuestra actuación libre. Es decir, de esa actuación cuyo principio y causa es la persona; de la cual, por tanto, es responsable.

            Mediante su actuación libre, la persona humana se expresa a sí misma y al mismo tiempo se realiza a sí misma. La fe de la Iglesia, fundada sobre la Revelación divina nos enseña que cada uno de nosotros será juzgado según sus obras. Nótese: es nuestra persona la que será juzgada de acuerdo con sus obras. Por ello se comprende que en nuestras obras es la persona la que se expresa, se realiza y —por así decirlo— se plasma. Cada uno es responsable no sólo de sus acciones libres, sino que, mediante tales acciones, se hace responsable de sí mismo.

             A la luz de esta profunda relación entre la persona y su actuación libre podemos comprender en qué consiste la bondad de nuestros actos, es decir, cuáles son esas obras buenas “que Dios de antemano preparó para que en ellas anduviésemos”. La persona humana no es dueña absoluta de sí misma. Ha sido creada por Dios. Su ser es un don: lo que ella es y el hecho mismo de su ser son un don de Dios. “Somos hechura suya”, nos enseña el Apóstol, “creados en Cristo Jesús” (Ef  2,10). Sintiéndose recibido constantemente de las manos creadoras de Dios, el hombre es responsable ante Él de lo que hace. Cuando el acto realizado libremente es conforme al ser de la persona, es bueno. Es necesario subrayar esta relación fundamental entre el acto realizadola persona que lo realiza.

Dios Persona humana Actos libres
Crea la persona con una naturaleza Responsable de su hacer Buenos si siguen la naturaleza  

La persona humana está dotada de una verdad propia, de un orden intrínseco propio, de una constitución propia. Cuando sus obras concuerdan con este orden, con la constitución propia de persona humana creada por Dios, son obras buenas “que Dios preparó de antemano para que en ellas anduviésemos”. La bondad de nuestra actuación dimana de una armonía profunda entre la persona y sus actos, mientras, por el contrario, el mal moral denota una ruptura, una profunda división entre la persona que actúa y sus acciones. El orden inscrito en su ser, ese orden en que consiste su propio bien, no es ya respetado en y por sus acciones. La persona humana no está ya en su verdad. El mal moral es precisamente el mal de la persona como tal; el bien moral es el bien de la persona como tal.

A la luz de cuanto hemos dicho, comprendemos por qué el fruto de la redención en nosotros son precisamente las buenas obras “que Dios de antemano preparó para que en ellas anduviésemos”. ¿Cómo es posible poner en práctica estas obras?: La gracia de la redención genera un ethos de la redención. La gracia de la redención cura y eleva la inteligencia y la voluntad de la persona, de tal forma que la libertad de ésta es capacitada, por la misma gracia, para actuar con rectitud.

  1. Relación entre ley moral y libertad[2]

            “La noche va ya muy avanzada y se acerca ya el día. Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y vistamos las armas de la luz” (Rom 13,12). La redención ha colocado al hombre en un nuevo estado de vida, lo ha transformado interiormente. Él, por tanto, debe despojarse de las “obras de las tinieblas”, es decir, debe “comportarse decentemente” caminando en la luz.

¿Cuál es la luz en que debe vivir el que ha sido redimido? Es la ley de Dios: esa ley que Jesús no ha venido a abolir, sino a llevar a su definitivo cumplimiento (cf. Mt 5,17). Cuando el hombre oye hablar de ley moral, piensa casi instintivamente en algo que se opone a su libertad y la mortifica. Pero, por otra parte, cada uno de nosotros se encuentra plenamente en las palabras del Apóstol, que escribe: “Me deleito en la ley de Dios según el hombre interior” (Rom 7,22) Hay una profunda consonancia entre la parte más verdadera de nosotros mismos y lo que la ley de Dios nos manda, a pesar de que, para usar todavía las palabras del Apóstol, “en mis miembros siento otra ley que repugna a la ley de mi mente” (Rom 7,23).

Obsérvese que el Apóstol llama a la ley de Dios “ley de mi mente“. La ley moral es, al mismo tiempo, ley de Dios y ley del hombre. Para comprender esta verdad, debemos volver continuamente, en el fondo de nuestro corazón, a la primera verdad del Credo: “Creo en Dios Padre… creador“. Dios crea al hombre, y éste, como toda creatura, se encuentra sostenido por la Providencia de Dios, porque el Señor no abandona ninguna de las obras de sus manos creadoras. Esto significa que Él se cuida de su creatura, conduciéndola — con fuerza y suavidad — a su fin propio, en que ella alcanza la plenitud de su ser. Porque Dios no se muestra envidioso de la felicidad de sus creaturas, sino que desea que vivan en plenitud. También el hombre, y sobre todo el hombre, es objeto de la Providencia divina: es guiado por la Providencia divina a su fin último, a la comunión con Dios y con las demás personas humanas en la vida eterna. En esta comunión el hombre alcanza la plenitud de su ser personal.

Es la misma e idéntica la lluvia que fecunda la tierra; es la misma e idéntica la luz del sol que genera la vida de la naturaleza. Sin embargo, una y otra no impiden la variedad de los seres vivientes: cada uno de ellos crece según su propia especie, aunque sean idénticas la lluvia y la luz. Esto es una pálida imagen de la Sabiduría providente de Dios: ella conduce a toda creatura según el modo conveniente a la naturaleza que es propia de cada una. El hombre está sujeto a la Providencia de Dios en cuanto hombre, es decir, en cuanto sujeto inteligente y libre. Como tal, está en disposición de participar en el proyecto providencial descubriendo sus líneas esenciales inscritas en su mismo ser humano. Este proyecto creador de Dios, en cuanto es conocido y participado por el hombre, es lo que llamamos ley moral. La ley moral es, pues, la expresión de las exigencias de la persona humana, que ha sido pensada y querida por la Sabiduría creadora de Dios, como destinada a la comunión con Él.

Esta ley es la ley del hombre (“la ley de mi mente”, dice el Apóstol), o sea, una ley que es propia del hombresólo el hombre está sujeto a la ley moral, y en ello está su dignidad verdadera. En efecto, sólo el hombre, en cuanto sujeto personal —inteligente y libre— es partícipe de la Providencia de Dios, está aliado conscientemente con la Sabiduría creadora. El código de esta alianza no está escrito primariamente en los libros, sino en la mente del hombre (“la ley de mi mente”), es decir, en esa parte de su ser gracias a la cual él es constituido a “imagen y semejanza de Dios”.

Dice el Apóstol Pablo: “Vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad; pero cuidado con tomar la libertad por pretexto para servir a la carne, antes servíos unos a otros por la caridad… Pero si mutuamente os mordéis y os devoráis, mirad no acabéis por consumiros unos a otros” (Gal 5,13.15).

La libertad, vivida como poder desvinculado de la ley moral, se revela como poder destructor del hombre: de sí mismo y de los demás. “Mirad no acabéis por consumiros unos a otros”, nos advierte el Apóstol. Este es el resultado final del ejercicio de la libertad contra la ley moral: la destrucción recíproca. Por tanto, más que contraponerse a la libertad, la ley moral es la que garantiza la libertad, la que hace que sea verdadera, no una máscara de libertad: el poder de realizar el propio ser personal según la verdad.

Esta subordinación de la libertad a la verdad de la ley moral no debe, por otra parte, reducirse sólo a las intenciones de nuestro obrar. No es suficiente tener la intención de obrar rectamente para que nuestra acción sea objetivamente recta, es decir, conforme a la ley moral. Se puede obrar con la intención de realizarse uno a sí mismo y de hacer crecer a los demás en humanidad: pero la intención no es suficiente para que en realidad nuestra persona o la de otro se reconozca en su obrar.

La verdad expresada por la ley moral es la verdad del ser, tal como es pensado y querido no por nosotros, sino por Dios que nos ha creado. La ley moral es la ley del hombre, porque es la ley de Dios. La redención, restituyendo plenamente al hombre a su verdad y a su libertad, le devuelve la plena dignidad de persona. La redención reconstruye así la Alianza de la persona humana con la Sabiduría creadora.

  1. La verdadera libertad y el ser[3]

“Vosotros… hermanos, habéis sido llamados a la libertad” (Gal 5,13). La redención nos pone en un estado de libertad que es fruto de la presencia del Espíritu Santo en nosotros, porque “donde está el Espíritu del Señor está la libertad” (2Cor 3,17). Esta libertad es, a la vez, un don y una tarea; una gracia y un imperativo.

De hecho, en el momento mismo en que el Apóstol nos recuerda que estamos llamados a la libertad, nos advierte también sobre el peligro que corremos si hacemos mal uso de ella: “Pero cuidado con tomar la libertad por pretexto para servir a la carne” (Gal 5,13). Y la “carne”, en el vocabulario paulino, no significa “cuerpo humano”, sino toda la persona humana en cuanto sometida y encerrada en esos falsos valores que la atraen con la promesa seductora de una vida aparentemente más plena (cf. Gal 5,13 – 6,10).

El criterio para discernir si el uso que hacemos de nuestra libertad está conforme con nuestra llamada a ser libres o es en realidad una recaída en la esclavitud es nuestra subordinación o insubordinación a la Caridad, es decir, a las exigencias que se derivan de ella. Resulta de fundamental importancia poner de relieve que este criterio de discernimiento lo encontramos en la vida de Cristo: la libertad de Cristo es la auténtica libertad y nuestra llamada a la libertad es llamada a participar en la libertad misma de Cristo. Cristo vivió en la plena libertad porque en la radical obediencia al Padre “se entregó a Sí mismo para redención de todos” (1Tim 2,6). Este es el mensaje de la salvación. Cristo es totalmente libre precisamente en el momento de su suprema subordinación y obediencia a las exigencias del amor salvífico del Padre: en el momento de su muerte.

“Habéis sido llamados a la libertad”, dice el Apóstol. Habéis sido hechos partícipes de la misma libertad de Cristo: la libertad de donarse a Sí mismo. La expresión perfecta de la libertad es la comunión en el verdadero amor. Ante cada una de las personas humanas, después de esta llamada, se ha abierto el espacio de una decisiva y dramática alternativa: la opción entre una (pseudo) libertad de auto-afirmación, personal o colectiva, contra Dios y contra los demás, y una libertad de auto-donación a Dios y a los demás. Quien escoge la auto-afirmación, permanece bajo la esclavitud de la carne, extraño a Dios; quien opta por la auto-donación, vive ya la vida eterna.

La auténtica libertad es la que está subordinada al amor, pues — como enseña el Apóstol — “el amor es la plenitud de la ley” (Rom 13,10). De esta enseñanza podemos deducir, una vez más, que según el Apóstol, en el hombre justificado no hay una contraposición entre libertad y ley moral, y esto precisamente porque la plenitud de la ley es la caridad. El sentido último de toda norma moral no hace más que expresar una exigencia de la verdad del hombre. El bien de la persona es lo que ella es: su ser. Querer el bien es querer que el otro alcance la plenitud de su ser (y no el proprio bien del que ama, lo cual mostraría un carácter hedonístico y utilitario). Por eso, el acto más puro de amor que se puede imaginar es el acto creador de Dios: el cual hace que cada uno de nosotros sencillamente sea.

Hay, pues, una conexión inseparable entre el amor hacia una persona y el reconocimiento de la verdad de su ser: la verdad es el fundamento del amor. Se puede tener la intención de amar a otro, pero no se le ama realmente si no se reconoce la verdad de su ser. Así se amaría de hecho no al otro, sino a esa imagen del otro que nosotros nos hemos formado y se correría el riesgo de cometer las más graves injusticias en nombre del amor al hombre; ya que, “este hombre” no sería el real, en la verdad de su ser, sino el imaginado por nosotros prescindiendo del fundamento de su verdad objetiva.

Las normas morales son las exigencias inmutables que emergen de la bondad de cada ser. Todo ser exige que se le reconozca, es decir, que se le ame de forma adecuada a su verdad: Dios como Dios, el hombre como hombre, las cosas como cosas. ;”La plenitud de la ley es el amor”, nos enseña el Apóstol. ¡Cómo es verdadera esta afirmación! El amor es la realización plena de toda norma moral, ya que el amor busca el bien de todo ser en su verdad: esa verdad cuya fuerza normativa en relación con la libertad se expresa mediante las normas morales.

  1. Conciencia, discernimiento y norma moral[4]

            Las palabras del Apóstol que acabamos de escuchar nos describen la tarea a que está llamada la conciencia moral del hombre: “discernir cuál es la voluntad de Dios, lo que es bueno, le complace a Él y perfecto” (Rom 12,2). Nuestra reflexión sobre el ethos de la redención se detiene hoy a considerar “el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se encuentra a solas con Dios”, como el Concilio Vaticano II define la conciencia moral (Gaudium et spes, 16).

¿Qué quiere decir el Apóstol cuando habla de “discernimiento” en este campo? Si prestamos atención a nuestra experiencia interior, constatamos la presencia dentro de nosotros de una actividad espiritual que podemos llamar actividad valorativa. ¿Acaso no es verdad que con frecuencia nos sorprendemos diciendo: “esto es recto, esto no es recto?”. Es que existe en cada uno de nosotros una especie de “sentido moral” que nos lleva a discernir lo que está bien y lo que está mal. Del mismo modo que existe una especie de “sentido estético” que nos lleva a discernir lo que es hermoso de lo que es feo. Es como un ojo interior, una capacidad visual del espíritu en condiciones de guiar nuestros pasos por el camino del bien.

Pero las palabras del Apóstol tienen un significado más hondo. La actividad de la conciencia moral no se refiere sólo sobre lo que está bien o está mal en general. Su discernimiento recae en particular sobre la determinada y concreta acción libre que vamos a realizar o que hemos realizado. De ésta precisamente nos habla la conciencia, de ésta hace una valoración la conciencia: esta acción — nos dice la conciencia — que  con tu singularidad irrepetible estás realizando (o has llevado a cabo ya) es buena o es mala.

¿De dónde saca la conciencia sus criterios de juicio? ¿Sobre qué base juzga nuestra conciencia moral las acciones que vamos a llevar a cabo o hemos realizado? Escuchemos con atención las enseñanzas del Concilio Vaticano II: “La norma suprema de la vida humana es la propia ley divina, eterna, objetiva y universal, por la que Dios ordena, dirige y gobierna el mundo universo y los caminos de la comunidad humana … El hombre percibe y reconoce por medio de su conciencia los dictámenes de la ley divina, conciencia que tiene obligación de seguir fielmente en toda su actividad para llegar a Dios, que es su fin” (Dignitatis humanae, 3).

Reflexionemos atentamente sobre estas palabras tan densas e iluminadoras. La conciencia moral no es un juez autónomo de nuestras acciones. Los criterios de sus juicios los saca de la “ley divina, eterna, objetiva y universal”, de la “verdad inmutable”, de que habla el texto conciliar, ley y verdad que la inteligencia del hombre puede descubrir en el orden del ser. Esta es la razón por la que el Concilio dice que el hombre en su conciencia “está solo con Dios”. Adviértase una cosa: el texto no se limita a afirmar que “está solo”, sino añade “con Dios”. La conciencia moral no encierra al hombre en una soledad infranqueable e impenetrable, sino que la abre a la llamada, a la voz de Dios. En esto y no en otra cosa reside todo el misterio y dignidad de la conciencia moral: en ser el lugar, el espacio santo donde Dios habla al hombre. Por consiguiente, si el hombre no escucha a su conciencia, si consiente que en ella haga su morada el error, rompe el vínculo más fuerte que lo estrecha en alianza con su Creador.

Si la conciencia moral no es la instancia última que decide lo que está bien y lo que está mal, sino que ha de estar de acuerdo con la verdad inmutable de la ley moral, resulta de ello que no es juez infalible: puede errar. Este punto merece hoy atención especial. “No os asimiléis — enseña el Apóstol — a la mentalidad de este mundo, sino renovaos por la transformación de la mente” (Rom 12,2). En los juicios de nuestra conciencia anida siempre la posibilidad de errar. La consecuencia que se deduce de tal error es muy seria; cuando el hombre sigue la propia conciencia equivocada, su acción no es recta, no pone en acto objetivamente lo que está bien para la persona humana, y ello por el mero hecho de que el juicio de la conciencia no es la última instancia moral.

Claro está que “no rara vez sucede que yerra la conciencia por ignorancia invencible”, como puntualiza enseguida el Concilio (Gaudium et spes, 16). En este caso “no pierde su dignidad” (cf. ib.), y el hombre que sigue dicho juicio no peca. Pero el mismo texto conciliar prosigue indicando “que esto no puede afirmarse cuando el hombre se despreocupa de buscar la verdad y el bien, y la conciencia se va entenebreciendo gradualmente por el hábito del pecado” (ib.).

Por tanto, no es suficiente decir al hombre: “sigue siempre tu conciencia”. Es necesario añadir enseguida y siempre: “pregúntate si tu conciencia dice verdad o falsedad, y trata de conocer la verdad incansablemente”. Si no se hiciera esta necesaria puntualización, el hombre correría peligro de encontrar en su conciencia una fuerza destructora de su verdadera humanidad, en vez de un lugar santo donde Dios le revela su bien verdadero. Es necesario “formar” la propia conciencia. El cristiano sabe que en esta tarea dispone de una ayuda especial en la doctrina de la Iglesia. “Pues, por voluntad de Cristo, la Iglesia católica es la Maestra de la verdad, y su misión es exponer y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo, y al mismo tiempo declarar y confirmar con su autoridad los principios del orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana” (Dignitatis humanae, 14).

 

[1] Juan Pablo II, Audiencia general del 20/7/1983 (http://w2.vatican.va/content/john-paul-ii/es/audiences/1983/documents/hf_jp-ii_aud_19830720.html)

[2] Audiencia general del 27/7/1983 (http://w2.vatican.va/content/john-paul-ii/es/audiences/1983/documents/hf_jp-ii_aud_19830727.html)

[3] Audiencia general del 10/08/1983 (http://w2.vatican.va/content/john-paul-ii/es/audiences/1983/documents/hf_jp-ii_aud_19830810.html)

[4] Audiencia general del 17/8/1983 (http://w2.vatican.va/content/john-paul-ii/es/audiences/1983/documents/hf_jp-ii_aud_19830817.html)

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