El Santo Papa Juan Pablo II comenzó a desarrollar estos comentarios en las llamadas “audiencias de los miércoles”, donde concurre el pueblo a escuchar las catequesis del Papa. Entre los años 2001 y 2005, año de su muerte, comentó muchos salmos, en algunos casos en una sola audiencia, en otros durante dos o tres audiencias. Presentamos ahora la segunda parte (en realidad comprende la catequesis de tres audiencias distintas) del comentario de Juan Pablo II al salmo Miserere (II) o salmo 50, como es conocido en la liturgia.
Proseguimos con su desarrollo (texto en post anterior):
(Audiencia general del 8 de mayo de 2002)
- Cada semana la Liturgia de los Laudes marca el viernes con el Salmo 50, el «Miserere», el Salmo penitencial más amado, cantado, y meditado, himno al Dios misericordioso elevado por el pecador arrepentido. Tuvimos ya la oportunidad en una catequesis anterior de presentar el marco general de esta gran oración. Ante todo, se entra en la región tenebrosa del pecado para llevar la luz del arrepentimiento humano y del perdón divino (Cf. versículos 3-11). Se pasa después a exaltar el don de la gracia divina, que transforma y renueva el espíritu y el corazón del pecador arrepentido: es una región luminosa, llena de esperanza y confianza (Cf. versículo 12-21).En nuestra reflexión de hoy, nos detendremos a hacer algunas consideraciones sobre la primera parte del Salmo 50 profundizando alguno de sus aspectos. Para comenzar, sin embargo, propondremos la estupenda proclamación divina del Sinaí, que supone casi el retrato del Dios cantado por el «Miserere»: «el Señor es el Señor, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por millares, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado, pero no los deja impunes; que castiga la iniquidad de los padres en los hijos y en los hijos de los hijos hasta la tercera y cuarta generación» (Éxodo 34, 6-7).
2. La invocación inicial se eleva a Dios para alcanzar el don de la purificación de modo que, como decía el profeta Isaías, haga los pecados –que en sí mismos son semejantes a «la grana» o «rojos como el carmesí»–, «blancos como la nieve» y «como la lana» (Cf. Isaías 1, 18). El Salmista confiesa su pecado de manera clara y sin dudas: «Reconozco mi culpa… contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces» (Salmo 50, 5-6). Entra, por tanto, en escena la conciencia personal del pecador, que se abre a percibir claramente su mal. Es una experiencia que involucra la libertad y la responsabilidad, y lleva a admitir que ha roto un lazo para construir una opción de vida alternativa a la Palabra divina. La consecuencia es una decisión radical de cambio. Todo esto está comprendido en ese «reconocer», un verbo que en hebreo no comprende sólo una adhesión intelectual, sino una opción de vida.
Es el paso que, por desgracia, no dan muchos, como advierte Orígenes: «Hay algunos que, después de haber pecado, se quedan totalmente tranquilos y no se preocupan por su pecado ni les pasa por la conciencia el mal cometido; por el contrario viven como si no hubiera pasado nada. Éstos no podrían decir: ” tengo siempre presente mi pecado”. Sin embargo, cuando tras el pecado uno se aflige por su pecado, es atormentado por el remordimiento, se angustia sin tregua y experimenta los asaltos en su interior que se levanta para rebatirlo, y exclama: “no hay paz para mis huesos ante el aspecto de mis pecados”… Cuando, por tanto, ponemos ante los ojos de nuestro corazón los pecados cometidos, los miramos uno por uno, los reconocemos, sonrojamos y nos arrepentimos por lo que hemos hecho, entonces, conmovidos y aterrados decimos que “no hay paz en nuestros huesos frente al aspecto de nuestros pecados”» («Homilías sobre los Salmos» –Omelie sui Salmi–, Florencia 1991, pp. 277-279). El reconocimiento y la conciencia del pecado es, por tanto, fruto de una sensibilidad alcanzada gracias a la luz de la Palabra de Dios.
- En la confesión del «Miserere» se subraya un aspecto particular: el pecado no es concebido sólo en su dimensión personal y «psicológica», sino que es delineado sobre todo en su calidad teológica. «Contra ti, contra ti sólo pequé» (Salmo 50, 6), exclama el pecador, a quien la tradición le dio el rostro de David, consciente de su adulterio con Betsabé, y de la denuncia del profeta Natán contra este crimen y el del asesinato del marido de ella, Urías (Cf. v. 2; 2 Samuel 11-12).
El pecado no es, por tanto, una mera cuestión psicológica o social, sino un acontecimiento que afecta a la relación con Dios, violando su ley, rechazando su proyecto en la historia, alterando la jerarquía de valores, «cambiando la oscuridad por la luz y la luz por la oscuridad» es decir, llamando «al mal bien, y al bien mal» (Cf. Isaías 5, 20). Antes de ser una posible injuria contra el hombre, el pecado es ante todo traición de Dios. Son emblemáticas las palabras que el hijo pródigo de bienes pronuncia ante su padre pródigo de amor: «Padre, he pecado contra el cielo –es decir contra Dios– y contra ti» (Lucas 15, 21).
- En este momento, el Salmista introduce otro aspecto, ligado más directamente a la realidad humana. Es la frase que ha suscitado muchas interpretaciones y que ha sido relacionada con la doctrina del pecado original: «Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre» (Salmo 50, 7). El que reza quiere indicar la presencia del mal en el interior de nuestro ser, como es evidente en la mención de la concepción y del nacimiento, una manera de hacer referencia a toda la existencia, comenzando desde su origen. El Salmista, sin embargo, no relaciona formalmente esta situación con el pecado de Adán y Eva, es decir, no habla explícitamente de pecado original.
De todos modos, queda claro que, según el texto del Salmo, el mal se anida en las profundidades mismas del hombre, es inherente a su realidad histórica y por este motivo es decisiva la petición de la intervención de la gracia divina. La potencia del amor de Dios es superior a la del pecado, el río destructor del mal tiene menos fuerza que el agua fecundante del perdón: «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Romanos 5,20).
- De este modo, se evocan indirectamente la teología del pecado original y a toda la visión bíblica del hombre pecador con palabras que dejan al mismo tiempo entrever la luz de la gracia y de la salvación. Como tendremos la oportunidad de descubrir en el futuro al volver a meditar sobre este Salmo y sus versículos sucesivos, la confesión de la culpa y la conciencia de la propia misericordia no acaban en el terror o en la pesadilla del juicio, sino más bien en la esperanza de la purificación, de la liberación, de la nueva creación. De hecho, Dios nos salva «no por obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador» (Tito 3, 5-6).
(Audiencia general del 4 de diciembre de 2002)
Ahora nos detendremos de manera particular en una sección de esta grandiosa súplica de perdón: los versículos 12-16. Es significativo, ante todo, constatar que, en el original hebreo, en tres ocasiones resuena la palabra «espíritu», invocado por Dios como don y acogido por la criatura arrepentida de su pecado: «Renuévame por dentro con espíritu firme… No me quites tu santo espíritu… Afiánzame con espíritu generoso» (vv. 12, 13, 14). Se podría decir –recurriendo a un término litúrgico– que se trata de una «epíclesis», es decir, una triple invocación al Espíritu que, al igual que en la creación aleteaba por encima de las aguas (Cf. Génesis 1, 2), ahora penetra en el alma del fiel infundiendo una nueva vida e elevándola del reino del pecado al cielo de la gracia.
- Los Padres de la Iglesia, con el «espíritu» invocado por el Salmista, ven aquí la presencia eficaz del Espíritu Santo. De este modo, san Ambrosio está convencido de que se trata del único Espíritu Santo que «enfervorizó a los profetas, que fue insuflado [por Cristo] a los apóstoles, que quedó unido al Padre y al Hijo en el sacramento del bautismo» («El Espíritu Santo» –«Lo Spirito Santo»– I, 4, 55: Sal 16, p. 95).
La misma convicción es expresada por otros padres, como Dídimo el Ciego de Alejandría de Egipto y Basilio de Cesarea, en sus respectivos tratados sobre el Espíritu Santo (Dídimo el Ciego, «Lo Spirito Santo», Roma 1990, p. 59; Basilio de Cesarea, «Lo Spirito Santo», IX, 22, Roma 1993, p. 117 s.). Y san Ambrosio, al observar que el Salmista habla de la alegría que invade al alma una vez que ha recibido el Espíritu generoso y potente de Dios, comenta: «El gozo y la alegría son fruto del Espíritu y el Espíritu Soberano es aquello sobre lo que nos cimentamos. Por ello, quien está revigorizado por el Espíritu Soberano no queda sometido a la esclavitud, no es esclavo del pecado, no es indeciso, no vaga por aquí y por allá, no duda en las decisiones, sino que, asentado sobre la roca, está firme y sus pies no vacilan» («Apología del profeta David a Teodosio Augusto», 15,72: Sal 5,129).
- Con esta triple mención del «espíritu», el Salmo 50, después de haber descrito en los versículos precedentes la prisión oscura de la culpa, se abre al horizonte luminoso de la gracia. Es un gran cambio, comparable al de una nueva creación: como en los orígenes Dios había insuflado su espíritu en la materia y había dado origen a la persona humana (Cf. Génesis 2, 7), de este modo ahora el mismo Espíritu divino recrea (Cf. Salmo 50,12), renueva, transfigura y transforma al pecador arrepentido, lo vuelve a abrazar (Cf. V. 13), le hace partícipe de la alegría de la salvación (Cf. versículo 14). De este modo, el hombre, animado por el Espíritu divino, se encamina por la senda de la justicia y del amor, como se dice en otro Salmo: «Enséñame a cumplir tu voluntad, ya que tú eres mi Dios. Tú espíritu, que es bueno, me guíe por tierra llana» (Salmo 142,10).
- Una vez experimentado este renacimiento interior, el orante se transforma en testigo; promete a Dios «enseñaré a los malvados tus caminos» (Salmo 50,15), de modo que puedan, como el hijo pródigo, regresar a la casa del Padre. Del mismo modo, san Agustín, después de haber recorrido los caminos tenebrosos del pecado, había experimentado la necesidad en sus «Confesiones» de testimoniar la libertad y la alegría de la salvación.
Quien ha experimentado el amor misericordioso de Dios se convierte en su testigo ardiente, sobre todo para quienes están todavía atrapados en las redes del pecado. Pensemos en la figura de Pablo, que, fulgurado por Cristo en el camino de Damasco, se convierte en incansable peregrino de la gracia divina.
- Por último, el orante mira a su pasado oscuro y grita a Dios: «Líbrame de la sangre, oh Dios,
Dios, Salvador mío» (v. 16). La «sangre» a la que se refiere es interpretada de diferentes maneras en la Escritura. La alusión, puesta en labios del rey David, hace referencia al asesinato de Urías, el marido de Betsabé, la mujer que se había convertido en la pasión del soberano. En sentido más genérico, la invocación indica el deseo de purificación del mal, de la violencia, del odio siempre presentes en el corazón humano con fuerza tenebrosa y maléfica. Ahora, sin embargo, los labios del fiel, purificados por el pecado, cantan al Señor.
El pasaje del Salmo 50, que hemos comentado, termina precisamente con el compromiso de proclamar la «justicia» de Dios. El término «justicia» que, como sucede con frecuencia en el lenguaje bíblico, no designa propiamente la acción de castigo de Dios ante el mal, sino que indica más bien la rehabilitación del pecador, pues Dios manifiesta su justicia haciendo justos a los pecadores (Cf. Romanos 3,26). Dios no busca la muerte del malvado, sino que desista de su conducta y viva (Cf. Ezequiel 18,23).
(Audiencia del 30 de julio del 2003)
- Es la cuarta vez que escuchamos, durante nuestras reflexiones sobre la «Liturgia de los Laudes», la proclamación del Salmo 50, el famoso «Miserere». De hecho, es presentado todos los viernes de cada semana para que se convierta en un oasis de meditación en cual descubrir el mal que se anida en la conciencia e invocar del Señor purificación y perdón. Como confiesa el Salmista en otra súplica, «no es justo ante ti ningún viviente», Señor (Salmo 142, 2). En el libro de Job se puede leer: «¿Cómo un hombre será justo ante Dios? ¿Cómo puro el nacido de mujer? Si ni la luna misma tiene brillo, ni las estrellas son puras a sus ojos, ¡cuánto menos un hombre, esa gusanera, un hijo de hombre, ese gusano!» (25, 4-6). Frases fuertes y dramáticas que quieren mostrar con toda seriedad el límite y la fragilidad de la criatura humana, su capacidad perversa para sembrar el mal y la violencia, la impureza y la mentira. Sin embargo, el mensaje de esperanza del «Miserere», que el Salterio pone en labios de David, pecador convertido, es éste: Dios «borra», «lava», «limpia» la culpa confesada con corazón contrito (Cf. Sal 50, 2-3). Con la voz de Isaías, el Señor dice: «Así fueren vuestros pecados como la grana, cual la nieve blanquearán. Y así fueren rojos como el carmesí, cual la lana quedarán» (1,18).
- En esta ocasión, nos detendremos brevemente en el final del Salmo 50, lleno de esperanza pues el orante es consciente de haber sido perdonado por Dios (Cf. vv. 17-21). Su boca está a punto de proclamar al mundo la alabanza del Señor, atestiguando de este modo la alegría que experimenta el alma purificada del mal y, por ello, liberada del remordimiento (Cf. v. 17). El orante testimonia de manera clara otra convicción, relacionada con la enseñanza reiterada por los profetas (Cf. Isaías 1, 10-17; Amós 5, 21-25; Oseas 6, 6): el sacrificio más grato que se eleva hasta el Señor como delicado perfume (Cf. Génesis 8, 21) no es el holocausto de toros o de corderos, sino más bien el «corazón quebrantado y humillado» (Salmo 50,19). La «Imitación de Cristo», texto sumamente querido por la tradición espiritual cristiana, repite la misma admonición del Salmista: «La contrición de los pecados es para ti sacrificio grato, un perfume mucho más delicado que el perfume del incienso… En ella se purifica y se lava toda iniquidad» (III, 52,4).
- El Salmo concluye de manera inesperada con una perspectiva totalmente diferente, que parece incluso contradictoria (Cf. vv. 20-21). De la última súplica de un pecador se pasa a una oración en la que se pide la reconstrucción de toda la ciudad de Jerusalén, transportándonos de la época de David a la de la destrucción de la ciudad, siglos después. Por otra parte, tras haber expresado en el versículo 18 el rechazo divino de las inmolaciones de los animales, el Salmo anuncia en el versículo 21 que a Dios le agradarán estas mismas inmolaciones.Está claro que este pasaje final es un añadido posterior de tiempos del exilio, que en cierto sentido quiere corregir o al menos completar la perspectiva del Salmo de David. Lo hace en dos aspectos: por una parte, no quiere que el Salmo se reduzca a una oración individual; era necesario pensar también en la situación penosa de toda la ciudad. Por otra parte, quiere redimensionar el rechazo divino de los sacrificios rituales; este rechazo no podía ser completo ni definitivo pues se trataba de un culto prescrito por el mismo Dios en la Torá. Quien completó el Salmo tuvo una válida intuición: comprendió la necesidad en que se encuentran los pecadores, la necesidad de la mediación de un sacrificio. Los pecadores no son capaces de purificarse por sí mismos; no son suficientes los buenos sentimientos. Se necesita una mediación exterior eficaz. El Nuevo Testamento revelará en sentido pleno esta intuición, mostrando que, con la entrega de su vida, Cristo ha realizado una mediación de sacrificio perfecto.
4. En sus «Homilías sobre Ezequiel», san Gregorio Magno comprendió bien la diferencia de perspectiva que se da entre los versículos 19 y 21 del «Miserere». Propone una interpretación que podemos hacer nuestra, concluyendo así nuestra reflexión. San Gregorio aplica el versículo 19, que habla de espíritu contrito, a la existencia terrena de la Iglesia, mientras que refiere el versículo 21, que habla de Holocausto, a la Iglesia en el cielo. Estas son las palabras de aquel gran pontífice: «La santa Iglesia tiene dos vidas: una en el tiempo y otra en la eternidad; una de fatiga en la tierra, otra de recompensa en el cielo; una en la que se gana los méritos, otra en la que goza de los méritos ganados. Tanto en una como en la otra vida ofrece el sacrificio: aquí el sacrificio de la compunción y allá arriba el sacrificio de alabanza. Sobre el primer sacrificio se ha dicho: «Mi sacrificio a Dios es un espíritu quebrantado» (Salmo 50, 19); sobre el segundo está escrito: «entonces aceptarás los sacrificios rituales, ofrendas y holocaustos» (Salmo 50, 21)… En ambos casos se ofrece la carne, pues aquí la oblación de la carne es la mortificación del cuerpo, mientras que allá arriba la oblación de la carne es la gloria de la resurrección en la alabanza a Dios. Allá arriba se ofrecerá la carne como holocausto, cuando transformada en la incorruptibilidad eterna, ya no se dé ningún conflicto ni haya nada mortal, pues perdurará totalmente encendida de amor por Él, en la alabanza sin fin» («Homilías sobre Ezequiel» 2, Roma 1993, p. 271).