PROBLEMAS MODERNOS SOBRE LA INSPIRACION BIBLICA

PROBLEMAS MODERNOS SOBRE LA INSPIRACION BIBLICA – RELACION CON LA REVELACION, LA TRADICION Y LA IGLESIA

San Jerónimo traduciendo la Biblia – Caravaggio

El Magisterio eclesiástico ha sido muy cuidadoso al momento de definir lo que se llama inspiración bíblica, la moción por la cual un autor humano escribe un libro del que se dice es ‘palabra de Dios’, y en distinguir aquella de la canonicidad, propiedad con la cual el libro pasa a ser considerado sagrado por la autoridad de la Iglesia e inscrito en un canon de libros sagrados.

Han existido teorías diversas y espurias sobre la inspiración, muchas de origen protestante, cuyos errores fueron señalados por el Magisterio en su momento (dictación, aprobación subsiguiente, etc.)  Modernamente, creemos que dos son los problemas que se presentan, incluso en autores que pretenden ser fieles al Magisterio y sus enseñanzas en materia bíblica, o al menos buscan de no contradecirlo abiertamente, aunque por otra parte tienden a acomodarse a cierto prurito de ‘espíritu moderno’ o novedoso, quizás con miedo a ser tachados de anticuados. El primero gira alrededor de la relación entre inspiración bíblica y Revelación; el segundo en relación a la esencia misma de la inspiración.

  1. Relación entre inspiración bíblica, revelación y tradición de la Iglesia

Llamamos Revelación divina a un orden de conocimiento (de Dios y sus verdades) que el hombre no puede alcanzar por sus solas fuerzas. Aceptando que existe un cierto conocimiento genérico de Dios al cual sí se puede acceder naturalmente – y al cual ciertos filósofos paganos accedieron -, existe otro tipo de conocimiento al cual no se accede naturalmente, pero Dios puede darlo a conocer. El primero se llama conocimiento natural, el segundo sobrenatural o revelación (propiamente dicha), en cuanto Dios mismo lo da a conocer.[1]

Dicha Revelación quiso Dios llevarla a cabo de propia iniciativa y voluntad, manifestándose libremente, y haciéndolo a través de ciertos mediadores (patriarcas, profetas) que fueron preparando el momento culmine de la Revelación.[2] Dicho culmen se da con Jesucristo, y no puede ser superado ni cabe esperar una revelación nueva.[3]

Ahora bien, ¿cómo se trasmite dicha Revelación? El Magisterio es muy claro al respecto: Quiso ciertamente Dios que este depósito o revelación, “enseñado por su propia boca”, se transmitiera, y lo hizo sobre todo “por medio de los Apóstoles”, quienes lo hicieron oralmente en un primer momento. Es lo que se ha dado en llamar la Sagrada Tradición. Los Apóstoles dejaron este depósito, en primer lugar a los Obispos, por ellos nombrados, y a través de ellos a toda la Iglesia.[4]

El Concilio Vaticano II remarca la importancia de la Tradición colocándola como par a la misma Sagrada Escritura, con una expresión por demás elocuente: «Esta Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura de ambos Testamentos son como un espejo en que la Iglesia peregrina en la tierra contempla a Dios, de quien todo lo recibe, hasta que le sea concedido ver al Verbo cara a cara, tal como es (cfr. 1Jn 3,2)».[5] Afirmar que ambas – por igual – son “como un espejo en el cual la Iglesia contempla a Dios” no es poco, porque supone que ejercen una misma función, y que se trata nada menos que de conocer a Dios hasta donde es posible en este mundo, conocimiento que el Concilio Vaticano I definía como Revelación. Es como decir que Tradición y Escritura son dos brazos o canales de una misma revelación.

Encontramos también textos muy significativos al respecto: «La Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura están íntimamente unidas y compenetradas. Porque surgiendo ambas de la misma divina fuente, se funden en cierto modo y tienden a un mismo fin». Es verdad que específicamente se diferencian; no son sinónimos o absolutamente iguales: «La Sagrada Escritura es la palabra de Dios en cuanto se consigna por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo, y la Sagrada Tradición transmite íntegramente a los sucesores de los Apóstoles la palabra de Dios, a ellos confiada por Cristo Señor y por el Espíritu Santo (…); se sigue que la Iglesia no deriva solamente de la Sagrada Escritura su certeza acerca de todas las verdades reveladas».[6] Pareciera que aquí se asigna un rol particular a cada una de ellas: La Escritura ha sido escrita por particular “inspiración del Espíritu Santo” (es la expresión exacta utilizada y que recurre algunas veces en el texto de la Constitución), mientras que de la Tradición se dice que sólo ‘transmite’ – aunque integralmente – la palabra de Dios. Con respecto a: “La Escritura no deriva solamente su certeza”, dicha expresión no debe engañarnos; las palabras del texto se refieren explícitamente a la certeza, y no al contenido, del cual nada se afirma. Es por dicha razón que el Concilio no parece en absoluto sugerir que el contenido de la Revelación se encuentre ‘parte’ en la Tradición y ‘parte’ en la Escritura, sino más bien en ambas por igual, aunque la certeza de una se complementa y apoya en la certeza brindada por la otra, de acuerdo a lo enseñado por el Magisterio precedente.[7] Además: «La Sagrada Tradición, y la Sagrada Escritura constituyen un solo depósito sagrado de la palabra de Dios»[8].

De las cinco veces que la expresión “inspiración del Espíritu Santo” aparece en el texto de la Dei Verbum [nn. 7; 9; 11(2x); 18; 20], sólo la primera vez no parece referirse directamente a la composición de los libros sagrados del Nuevo Testamento; en todos los demás casos, la referencia a su puesta por escrito es ineludible. De modo que toda otra expresión más genérica que hable de “inspiración de Dios”, o que pudiese aplicarse por igual a la Escritura y a la Tradición, ha de entenderse justamente de modo que no excluya la especial inspiración del Espíritu Santo en la composición de los libros sagrados.[9]

Algunos autores pretenden esclarecer el paralelismo entre Escritura y Tradición, en la constitución conciliar, de la siguiente manera:

«El Concilio explica por qué ha llamado a la Biblia ‘palabra escrita de Dios’: “Las Sagradas Escrituras contienen la palabra de Dios y, por ser inspiradas, son en verdad la palabra de Dios” (Dei Verbum, 24). El papel atribuido a la inspiración en esta frase debe analizarse con cuidado. Parece claro que, si no estuviera inspirada, la Escritura no podría ser palabra de Dios. Pero de aquí no se sigue que la Escritura sea palabra de Dios solo en virtud de la inspiración. La diferencia entre la Escritura y la Tradición ayuda a comprender este matiz, pues la Tradición, sin estar inspirada, también contiene la palabra de Dios. Por tanto, la inspiración no transforma la Escritura de palabra humana en palabra de Dios, sino que permite dar el paso desde decir que la contiene a decir que la es. Así, se consigue salvar el hecho de que la palabra de Dios es tal con independencia de la inspiración, porque la revelación es previa y más amplia que la Escritura. Pero esta revelación está contenida en la Escritura de un modo especial, que garantiza su fidelidad en la transmisión del contenido, hasta tal punto que puede identificarse con él: la Escritura es palabra de Dios, de modo que Dios sigue revelándose a la Iglesia a través de la Escritura. La inspiración del texto supone la inspiración del autor, pero también su recepción en la Iglesia».[10]

Hemos subrayado las frases que nos parecen más significativas. Creemos que el autor no distinga adecuadamente, entre los distintos niveles de significación o de suplencia de los términos ‘palabra de Dios’ e ‘inspiración’. Por lo visto, la Constitución dogmática maneja con bastante libertad ambas expresiones, pero se preocupa de ser precisa cuando debe serlo. El autor afirma con exactitud que la Tradición “contiene la palabra de Dios”, expresión que aquí se entiende en un modo genérico, en cuanto contenido de dicha Revelación, y que además la trasmite. También acierta en distinguirla de la Escritura, al decir que esta última “es (y no contiene) palabra de Dios”. Pero no existe el ‘dar el paso’ progresivo, de decir que la contiene a decir que la es. Son realidades distintas, y la Escritura “es” realmente palabra de Dios por efecto de la gracia de la inspiración, que es un verdadero carisma. Recordamos que hablamos aquí de inspiración bíblica (la que Dei Verbum llama “del Espíritu Santo”) y no de cualquier inspiración divina. Y en este caso puede decirse con total propiedad que la Escritura “es palabra de Dios” porque ha sido inspirada con dicho tipo especial de inspiración, no pudiendo serlo por ninguna otra razón. La verdadera diferencia con la Tradición consistirá, en que en esta última, sea quizás posible encontrar, junto a la doctrina revelada, opiniones personales de los Padres de la Iglesia y escritores eclesiásticos que quizás no congenien en algún matiz perfectamente con la misma doctrina, o que posean eventualmente una cierta dosis de imprecisión (aun cuando no es lo más normal que así suceda). Esto no sucede en cambio en la Escritura, según la concepción tradicional de la inspiración, por la cual «(dichos libros) habiendo sido escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor (…) El de tal manera los excitó y movió con su influjo sobrenatural para que escribieran, y de tal manera los asistió mientras escribían, de modo que concibieran rectamente todo y sólo lo que Él quería, y lo quisieran fielmente escribir, y lo expresaran aptamente con verdad infalible; de otra manera, El no sería el autor de toda la Sagrada Escritura».[11]

Al no reafirmar la inspiración bíblica en su sentido estricto, como gracia carismática particular que hace que el autor sagrado escriba todo y sólo lo que Dios quiere, – por lo tanto – sin error, se hace necesario hallar otro elemento o recurso que permita clasificar la inspiración como fenómeno particular que permita decir que el libro sagrado es palabra de Dios – y no que sólo la contiene. Para varios autores, este elemento será la recepción de la Escritura en la Iglesia. Así, como hemos ya citado: «Dios sigue revelándose a la Iglesia a través de la Escritura. La inspiración del texto supone la inspiración del autor, pero también su recepción en la Iglesia».[12] Esto nos pone delante del segundo de los argumentos que queríamos considerar: La mala comprensión del carisma mismo de la inspiración bíblica.

En cuanto a la relación revelación – inspiración, la misma constitución Dei Verbum es clarísima al respecto:

«Las verdades reveladas por Dios, que se contienen y manifiestan en la Sagrada Escritura, se consignaron por inspiración del Espíritu Santo. La santa Madre Iglesia, según la fe apostólica, tiene por santos y canónicos los libros enteros del Antiguo y Nuevo Testamento con todas sus partes, porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor y como tales se le han entregado a la misma Iglesia. Pero en la redacción de los libros sagrados, Dios eligió a hombres, que utilizó usando de sus propias facultades y medios, de forma que obrando El en ellos y por ellos, escribieron, como verdaderos autores, todo y sólo lo que El quería».[13]

A veces, los comentadores dirán que este clásico pasaje del número 11 de Dei Verbum no debe ser entendido aisladamente sino en el contexto de toda la Constitución dogmática. Sin embargo, hemos visto que es justamente dicho contexto el que lleva a concluir lo que en este número se formula de modo tan resuelto.

  1. Esencia de la inspiración bíblica: ¿Carisma al individuo o a la Iglesia?

Habíamos dicho que el segundo problema pasaba por la comprensión de la esencia del carisma de la inspiración bíblica. Ha existido cierta tendencia a tratar de definirlo con aportes y elementos nuevos, aunque buscando no alejarse demasiado de las formulaciones del Magisterio. Hoy día ha cobrado protagonismo el tratar de clasificarlo como “carisma dado a la Iglesia” y no sólo al individuo particular. Incluso se ha buscado de justificarlo en base a la misma doctrina de Santo Tomás de Aquino, a la luz de cuyo tratamiento en el llamado “tratado de la Profecía” (Summa Theologiae, II-II, qq. 171-74), se basa tradicionalmente la doctrina católica de la inspiración bíblica.

Así: «El Espíritu Santo actúa asegurando la eficacia no sólo en la emisión sino también en la recepción del mensaje, pues de lo contrario el carisma no alcanzaría su fin, la utilidad de los fieles (cita los lugares donde Santo Tomás habla de la finalidad de los carismas; gracias para la ‘utilidad de los fieles’).[14] Más allá de los destinatarios inmediatos de cada libro, el destinatario final de este carisma es la Iglesia. Recibida en la Iglesia, la Escritura es instrumento de verdadera profecía: a través de ella Dios habla hoy a la Iglesia».[15] De tal afirmación creemos pueda deducirse que el autor ha leído Santo Tomás sólo superficialmente, o si lo ha hecho de otro modo, no parece al menos haberlo entendido. Las gratiae gratis datae (gratuitamente concedidas), comúnmente llamados carismas en la doctrina tomista, son cuidadosamente diferenciadas de la gracia gratum faciens (que gratuitamente obra) o santificante: «Aquella por la cual el hombre se une a Dios, se llama gracia santificante; la otra, aquella por la cual un hombre coopera para que otro se encamine a Dios, a este don se llama gracia gratis dada, porque se concede al hombre por encima de las facultades naturales y del mérito personal; pero, como no se da para que el hombre se justifique por ella, sino para que coopere a la justificación de otro, no se llama gracia santificante. De ella dice el Apóstol: A cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para utilidad (1Cor 12,7), de los otros».[16] Pero desde el momento que implica una moción del Espíritu de Dios en el hombre, en la doctrina tomista queda bien claro que actúa libremente, según la voluntad humana que puede, eventualmente, poner óbice y obstáculo a dicha acción, incluso definitivamente. Es análogo a lo que sucede con el pecado, en el caso de la gracia santificante. Santo Tomás lo deja bien claro en el artículo siguiente al que hemos citado, cuando distingue entre gracia operante y cooperante. Hay operaciones del hombre en las cuales la mente o la voluntad humanas son movidas por Dios pero estas también se mueven (entendiendo o queriendo algo). En este caso, las obras de una gracia o don de Dios “también derivan del libre albedrío humano”; por lo tanto, es el hombre a asegundarlas o ponerles obstáculo. De lo contrario no habría mérito humano.[17] Por eso, aun cuando por un supuesto absurdo, nadie aceptara en la Iglesia el mensaje comunicado al profeta o al autor sagrado, esto sería una consecuencia del pecado del hombre; no habría fruto, pero la gracia carismática no perdería nada de su virtud original, la cual fue siempre impartida para utilidad de los fieles, aunque haya sido obstaculizada por la libertad humana.[18] No parece ser entonces la ‘recepción en la Iglesia’, condición para que la inspiración bíblica sea tal, al menos no puede esto fundamentarse en la enseñanza del doctor Angélico.[19]

Otros pretenden fundamentarse en la misma Sagrada Escritura para hablar de inspiración bíblica como carisma general dado a la Iglesia. El eximio exégeta y miembro de la Pontificia Comisión Bíblica, Dr. Klemens Stock, en un muy actual artículo de su autoría, se refiere al tema eligiendo como modelo el evangelio de San Juan, en razón de que el autor hace referencia en el mismo a su contenido y fidelidad (cfr. Jn 20, 30-31: Otras muchas señales hizo Jesús en presencia de sus discípulos, que no están relatadas en este libro. Éstas quedan escritas para que crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengan vida por medio de él). Mostrando sin lugar a dudas gran erudición y devoción por el texto sagrado, afirma: «No todos los discípulos han escrito tal libro, pero todos los discípulos han sido comisionados con la misión de Jesús (17,18: Como tú me enviaste al mundo, yo los envié al mundo) y están destinados a fructificar (15,16: Yo los elegí a ustedes y los destiné para que vayan y den fruto). Sin aquello que Jesús ha dado a sus discípulos y, por lo tanto, también al autor, no se podría haber escrito su libro, el Evangelio de Juan; toda la relación entre Jesús y sus discípulos puede considerarse como la base de su inspiración. Si el autor haya recibido una llamada y carisma particular para escribir, eso deberá ser investigado con posterioridad».[20]

Esta primera afirmación, al inicio de su trabajo, deja todavía la puerta abierta al discernimiento sobre la naturaleza de la inspiración; si se trató de un carisma especial – dado en este caso a Juan, el evangelista – o no. Lo que llama la atención es que el tema de la inspiración para escribir deba debatirse a la luz de la misión de Jesús a sus discípulos. Nadie duda que dicha misión fue comisionada a todos ellos, y todos sabemos que sin recurrir a todo lo que Jesús dijo e hizo con ellos, no podría haberse escrito el evangelio canónico, al menos no como lo conocemos. Pero la cuestión de la inspiración de la Escritura es otra; se trata de determinar ‘cómo’ y cuál fue la moción que movió Juan a escribir (válido para todo autor de un libro sagrado, dado el caso), si humana, sobrenatural o de que tipo.

El autor citado, tratando de describir las características esenciales de la inspiración, nos dice:

«Es acción del Dios trino. Ella tiene un carácter tridimensional, en la medida en que no se aplica sólo a Dios y a un hombre determinado, sino que se orienta desde el principio para la comunicación y la comunión en la fe. Es un evento muy personal, tales como la relación entre Jesús y sus discípulos lo demuestra. No es un proceso formal para garantizar la verdad y evitar el error, sino que está estrechamente ligada a la salvación personal y a la actividad apostólica del inspirado. En su inspiración, Dios está comprometido con la verdad que se ocupa de sí misma y de la salvación de los hombres. La inspiración como trabajo del Dios uno y trino lleva al discípulo a ser destinatario de la revelación en su fe y por el testimonio de su palabra y de su escrito; la inspiración, como obra y regalo de Dios, requiere también de los predicadores y creyentes de todos los tiempos» (subrayados nuestros).[21]

Sin duda que las consideraciones del autor son muy detalladas, y llenas de matices que expresan hermosamente la misión de Jesús y su recepción por parte de los discípulos. Insistimos, no obstante, en que el punto principal parece escaparse. Si se afirma que la inspiración “requiere también de los predicadores y creyentes de todos los tiempos”, no se está ya hablando de la moción por la cual el autor sagrado escribió lo que escribió (incluso si no hubiese sido Juan el apóstol el que lo hizo), sino de la misión de la Iglesia en la predicación. Creemos que esto se confirma con lo que el autor afirma apenas un poco más adelante, al decir que “lo especial del evangelio de Juan no es la inspiración, sino principalmente esta acción del Dios trino, a través del cual Él se revela y lleva a la recepción de la revelación en la Fe y a su proclamación”. Aquí pareciera que deja de lado la inspiración para afirmar las características del mensaje de Jesús y de su ‘revelación’, como más esenciales en el evangelio joánico. Sin embargo, poco más adelante vuelve a aplicar dichas características a la inspiración: «No aparece como una operación aislada entre Dios y un autor en particular; sus características esenciales son sus relaciones con la comunidad, la salvación y la verdad» (subrayado y cursivo nuestro).[22]

Creemos que esta aplicación casi simultánea de las mismas características sea para la Revelación que para la Inspiración bíblica refleja cual sea la raíz del problema. Pareciera plantearse una mezcla y confusión entre ambas nociones, cosa que no está en la línea del modo en que el Magisterio quiso definirlas. Es lo que parece desprenderse claramente de lo afirmado por el autor aún más adelante: «La Revelación es lo que Jesús dice y hace ante los ojos de sus discípulos, y como a través de los signos les revela su gloria. Los discípulos reciben esta revelación directamente de él y todos los demás indirectamente a través del testimonio de los discípulos (y los que seguirán) a través de las generaciones. La inspiración es la actividad múltiple del Dios trino, tal como se vuelve visible en el Evangelio de Juan».[23] Observemos que los conceptos parecen haberse vuelto muy similares; la única diferencia consistiría en que revelación dice mayor relación a la actividad y predicación de Jesús y los Apóstoles, mientras que la inspiración a la recepción por parte de los fieles. Y aún: «La inspiración como obra del Dios Trino no es un evento limitado a Dios y el autor del Evangelio de Juan, sino que siempre y en todas partes pertenece a la relación entre Dios y el hombre, donde sea que su Revelación sea religiosamente proclamada y aceptada. Dios causa la proclamación viviente constante y la transmisión de su Revelación en la Iglesia y su aceptación por parte de los creyentes de todos los tiempos».[24] Vemos como claramente, para Stock, inspiración y aceptación de la Revelación por parte de los creyentes son sinónimos.

Llamativamente significativa es también la sentencia, expuesta más arriba y subrayada por nosotros, que dice: “No es un proceso formal (la inspiración) para garantizar la verdad y evitar el error, sino que está estrechamente ligada a la salvación personal y a la actividad apostólica del inspirado”. Obviamente que inspiración no es estrictamente sinónimo de exención de error, pero esta es una característica que se le sigue necesariamente, desde el momento en que, por ella, se constituye como palabra divina escrita. Además, ¿por qué contraponerla a la “salvación personal y a la actividad apostólica del inspirado”, como si poseer una implicara carecer de la otra? El Magisterio es muy claro al respecto: «El dogma católico de la inspiración e inerrancia de las Sagradas Escrituras, según el cual todo lo que el hagiógrafo afirma, enuncia, insinúa, debe considerarse como afirmado, enunciado, insinuado por el Espirito Santo».[25]

Cabría agregar, ya que el autor se basa en el evangelio de Juan, que el epílogo del mismo – no citado por él -, da un testimonio muy fuerte en favor de la puesta por escrito: Éste es el discípulo que da testimonio de estas cosas y lo ha escrito; y nos consta que su testimonio es verdadero (Jn 21,24).[26] Curiosamente, el versículo siguiente reza: Quedan otras muchas cosas que hizo Jesús. Si quisiéramos escribirlas una por una, pienso que los libros escritos no cabrían en el mundo (Jn 21,25). El autor del evangelio parece distinguir cuidadosamente entre lo que ha sido escrito y muchas otras acciones de Jesús, que no lo han sido. Las primeras han sido ratificadas por el carisma de la inspiración al escribirlas, las segundas no, al menos en este caso.

La mala comprensión del carisma de la inspiración se ve también en el análisis del primer autor que hemos citado, para quien el carisma de la inspiración – revelación (nuevamente mezclando ambas) se encontraría incompleto hasta que no hubiese sido recibido por la Iglesia. Así:

«En el momento en que el hagiógrafo escribe, la profecía o revelación puede ser todavía imperfecta, por alguno de los motivos antes señalados. Pero cuando la Iglesia recibe los libros, la inspiración original se eleva, por así decir, y toda la Escritura se vuelve plenamente profética. Por eso la Iglesia considera todos los libros bíblicos igualmente inspirados».[27]

Este “completar” o “perfeccionar” la profecía por el sólo hecho que la Iglesia reciba los libros como canónicos, supone una interpretación original no fundada en dato alguno revelado.

A nuestro juicio, existen dos factores ‘histórico – ideológicos’, por llamarlos de algún modo, que han contribuido a poner en boga esta teoría de “inspiración a la Iglesia”. Una es la teoría de la inspiración de Karl Rahner y la otra, en concreto para el evangelio de Juan, la presuposición histórica de la llamada comunidad joánica (juanea) como compositora de dicho evangelio.

  1. La inspiración bíblica en Karl Rahner

            Trataremos de desarrollar este tema brevemente, pero con los suficientes detalles que nos permitan entenderlo de modo suficiente. El jesuíta Karl Rahner (1094-1984) ha sido considerado por muchos un teólogo muy influyente – y lo fue, aún para sus críticos – especialmente en el ambiente católico alemán, aunque luego se extendió a muchos otros. Sus posiciones y elucubraciones en teología católica han causado mucho revuelo y cuestionamiento por parte de varios. En general, ha intentado armonizar, en su teología, a Santo Tomás de Aquino con la dialéctica filosófica de Hegel, tarea por demás infructuosa, que terminó haciendo derivar el desarrollo de la misma, fuertemente hacia la segunda.

En el tema de la inspiración bíblica, Rahner toma como punto de partida las declaraciones magisteriales clásicas (del Concilio de Trento, del Vaticano I, de la Providentissimus Deus y otras),[28] aunque para analizarlas bajo un cierto matiz crítico. Sostiene que dichas declaraciones subrayan el papel del Espíritu santo como verdadero “creador literario” de la Escritura, pero también de los escritores humanos como “verdaderos autores de los libros sagrados” y no como meros secretarios. Pero he aquí que se plantea la paradoja de “dos autores literarios” del mismo libro, cosa que no puede ser real.[29]

Es verdad, afirma, que a veces se ha querido recurrir – en alusión a la explicación escolástica o tomística – a la formulación de la doble causalidad trascendental – predicamental, la primera propia de Dios para cualquier acción en el universo creado, la segunda propia y a nivel de las creaturas. Actuando juntas, la segunda juega un rol instrumental, en cuanto subordinada a la primera. Pero esto, para Rahner, sería reducir el autor humano al mero papel de secretario y no de verdadero autor. Rahner está dispuesto a admitir que un efecto pueda tener dos autores, pero no según un mismo punto de vista. Si uno es autor literario, el otro no lo es, y por lo tanto, no puede atribuírsele la obra.[30]

Es el problema filosófico del llamado concursus (concurso) de las causas. Santo Tomás lo había ya afrontado magistralmente, aunque se hace necesario entenderlo bien, cosa que no siempre ocurre para muchos intérpretes – dando la impresión que a veces se lo interprete mal a propósito, de parte de quienes podrían bien hacerlo -. De hecho, Rahner es consciente que se recurre a la doctrina del Angélico para explicar la inspiración y cita este breve párrafo: «Idem effectus causae naturali et divinae virtuti attribuitur quasi partim a Deo, et partim a naturali agente fiat (El mismo efecto se atribuye a la causa natural y al divino poder como si fuese – producido – en parte por Dios, y en parte por el agente natural)».[31] Según Rahner, esta interpretación es la que justamente reduciría al autor humano a un mero rol de secretario.[32] Curiosamente, Rahner no coloca la cita completa, que continúa: «sed totus ab utroque secundum alium modum (aunque todo por parte de cada uno según un modo diverso)». Este “según un modo diverso”, cambia radicalmente las cosas, porque está diciendo que ambas causas no concurren por igual. Por lo tanto, Santo Tomás mismo está evitando caer en una contradicción (decir que el efecto se debe unívocamente a dos causas), aun cuando sea todavía necesario explicarla.

Si nos referimos en concreto a la acción de Dios y del autor humano, y como ambas causas puedan concurrir a un mismo efecto sin contradecirse, el Aquinate lo ilustra mejor en su obra más madura. Respondiendo a la pregunta de “si Dios obra en todo (agente) el que obra”, dirá: «Algunos pensaron que ningún poder creado obra algo en las cosas, sino que Dios lo hace todo directamente. Pero esto es inadmisible (…) Inútilmente se les hubieran dado a las cosas (creaturas) las potencias operativas que vemos tienen, si no pudieran obrar nada con ellas, o incluso las mismas cosas creadas parecerían existir todas inútilmente, al carecer de respectivas operaciones propias, que es para lo que existen todos los seres (…) Por consiguiente, obrar Dios en las cosas, se ha de entender de tal modo que tengan ellas, no obstante, sus propias operaciones respectivas».[33] Más concretamente: «Dios obra suficientemente en las cosas como causa primera, sin que por eso resulte superflua la operación de las criaturas como causas segundas», y: «La misma acción no puede proceder de dos agentes de un mismo orden; pero no hay inconveniente en que una sola y misma acción proceda de dos agentes como primero y segundo».[34]

Dios obra en las cosas como causa primera o trascendental, pero las cosas – en concreto, la voluntad humana del escritor sagrado – obran también como causas segundas o predicamentales; en esto consiste su “modo diverso”, pero modo real al fin. El autor humano no es pues un mero instrumento ‘secretario’ de la mano de Dios, sino verdadero autor literario, y Dios también lo es, en cuanto responsable del efecto completo, sólo que de modo diverso. La voluntad del autor sagrado es verdadera causa principal del acto, pero como causa segunda y en su plano, llamado plano formal por ser responsable de la ‘forma’ o tipo de acción, mientras que Dios es causa principal pero como causa primera o universal, en cuanto responsable del ‘ser mismo de las cosas’ en su totalidad.[35]

Esta comprensión profunda de la doctrina de Santo Tomás es totalmente ajena para Rahner, quien además parece caer en la corriente confusión de confundir inspiración con canonicidad de los libros sagrados: «Nos parece un positivismo teológico bastante peligroso contentarse con afirmar que Dios ha determinado libremente dotar a la Iglesia con dos magnitudes infalibles (que serían, según él, la inspiración bíblica, en cuanto inerrante, y la infalibilidad del Magisterio, por la cual se define el canon), cuando una sería suficiente y no hay más que decir sobre el caso».[36] Pero también aquí Rahner no da en el blanco; no se trata de dos instancias o magnitudes infalibles; si la inspiración bíblica Dios la concede a un autor sagrado, y es infalible en cuanto efecto (en cuanto ‘palabra de Dios’), la Iglesia no hace más que reconocer dicha condición sagrada del libro cuando lo incorpora al canon, aun cuando también a aquella el Espíritu la asista con la infalibilidad en su decisión. Pero no son dos planos que se superpongan.

La solución que Rahner propone pasa por su concepción de la Iglesia. Como obra de Dios, esta ha sido predefinida por la voluntad divina, como obra única e irrepetible, y en modo particular, la Iglesia apostólica (del tiempo de los Apóstoles) ha tenido una función única e irrepetible, porque más que ninguna otra – como también lo será la de los últimos tiempos, calcada sobre la apostólica -, porque al fundarla Jesús como comunidad apostólica y agraciarla con su Espíritu en Pentecostés, al conferirle la sucesión apostólica, su enseñanza y los sacramentos, hizo que Dios se la ‘apropiara’ como obra particular.[37] Entre dichas realizaciones de la Iglesia apostólica, se coloca la concepción y escritura de los libros sagrados, en concreto del Nuevo Testamento. Más explícitamente: «La inspiración de la Escritura no es nada más que la fundación divina de la Iglesia, en cuanto que se aplica precisamente a ese constitutivo esencial de la Iglesia apostólica que es la Escritura».[38] Para Rahner, esta visión permite de mantener la formulación tradicional de Dios como autor de la Escritura, porque es el modo en que Dios, a través de la Iglesia, “produce” el libro, pudiendo ser llamado verdaderamente ‘autor’, incluso literario, aunque de modo análogo al autor humano.

Observemos como estas afirmaciones del autor, además de hallarse muy lejos de las formulaciones del Magisterio y de la doctrina de Santo Tomás, presuponen una analogía que no es tal, porque en realidad Dios no estaría actuando directamente sobre la composición del libro – como sí el autor humano -, sino solamente sobre el “grupo, institución, comunidad o asamblea”, que en algún momento lo produce.

  1. La comunidad que compone el evangelio

            Como hemos visto, la teoría de Rahner se adapta perfectamente a los que postulan una comunidad primitiva cristiana – o varias de ellas, según el caso – como compositora de los libros sagrados. Dios, al fundarlas y acompañarlas en cuanto iglesias particulares, les inspira – en el período apostólico – el componer los libros sagrados. En particular, hoy se presenta como casi indiscutido, en todos los ambientes exegéticos católicos, el hablar de una “comunidad joánica”, la que compuso el evangelio de San Juan, considerado el más tardío. Tal suposición se la eleva a la categoría de postulado indiscutible: La teoría actualmente más difundida es la de las ediciones múltiples, es decir, que el Evangelio de Juan es el resultado de un texto que creció con el transcurso del tiempo, con añadidos y notas provenientes del mismo autor o de otros miembros de la comunidad. Veamos que dice el autor de un célebre y relativamente moderno comentario del evangelio de Juan:[39]

«Hoy se admite que tales conjeturas, formuladas en el siglo II d.C., sobre personajes que hablan vivido un siglo antes (se refiere al testimonio de San Ireneo), resultan con frecuencia excesivamente simplificadas, y que la tradición relativa a la paternidad de una obra a veces tenía más interés en afirmar la autoridad que se ocultaba detrás de un escrito bíblico que la identidad del verdadero escritor de la obra en cuestión. Como consecuencia, la mayoría de los estudiosos dudan que alguno de los cuatro Evangelios canónicos fuera escrito por un testigo ocular del ministerio público de Jesús, aun cuando (como enseña la Iglesia católica romana) sigue siendo cierto que los Evangelios están sólidamente arraigados en tradiciones orales que proceden de los compañeros de Jesús».

Cabe destacar que además de oponerse al testimonio unánime de la Tradición – el de San Ireneo y otros -, y a lo sostenido siempre por el Magisterio de la Iglesia, postular la existencia de una comunidad compositora que no ha dejado ninguna traza visible de su existencia, ni documento alguno que la mencione (ni siquiera el mismo evangelio lo hace), ni ningún otro dato histórico extra-bíblico que confirme su existencia, parece una aventura poco seria y totalmente descabellada. No existen además indicios históricos, ni en la historia profana ni en la sagrada, que hablen de una comunidad entera, aparentemente no muy bien organizada, que haya sido capaz de escribir una entera obra literaria de veintiún capítulos. El último documento magisterial que tocó el tema de la historicidad de los evangelios, la declaración Sancta Mater Ecclesia de la Pontificia Comisión Bíblica, declaraba al respecto:

«Algunos (estudiosos) parten de una falsa noción de la fe, como si ésta no cuidase de las verdades históricas o fuera con ella incompatible. Otros niegan a priori el valor e índole histórica de los documentos de la Revelación. Otros, finalmente, no apreciando la autoridad de los Apóstoles, en cuanto testigos de Cristo, ni su influjo y oficio en la comunidad primitiva, exageran el poder creador de dicha comunidad. Todas estas cosas no sólo son contrarias a la doctrina católica, sino que también carecen de fundamento científico y se apartan de los rectos principios del método histórico».[40]

Suponer el carisma de la inspiración bíblica como dado a la Iglesia en general, lleva consigo muchas imprecisiones: Se lo define de manera difusa, basándose en argumentos de carácter más bien descriptivo, confundiendo canonicidad de los libros con el carisma de la inspiración, o bien aplicando a esta última por igual todos los criterios y características generales de la Revelación dada por Jesús o por el Padre. Pero por encima de todo, no se compatibiliza con lo enseñado siempre y de modo claro por la Iglesia católica, en cuya enseñanza permanente sólo podemos encontrar las verdaderas seguridades y garantía de verdad. Dios inspira de modo particular al autor sagrado a escribir todo y sólo lo que Él quiere, por lo tanto sin error, e inspira a la Iglesia para interpretar correctamente la palabra escrita, pero son realidades distintas. Creo que no necesitamos más.

P. Carlos D. Pereira, IVE

[1] Cfr. Conc. Vat. I, Constitución dogmática Dei Filius, c. II, DS 3015; Cat. Iglesia Católica (CIC), 50.

[2] Cfr. Conc. Vat. II, Constitución dogmática Dei Verbum, 2.3; CIC, 51-53; 55-64.

[3] Cfr. Conc. Vat. II, Dei Verbum, 4; CIC, 65-66.

[4] Cfr. Conc. Vat. II, Dei Verbum, 7.8; CIC, 75-79.

[5] Dei Verbum, 7.

[6] Dei Verbum, 8; CIC, 80.82.

[7] En un proyecto del decreto De canonicis Scripturis del concilio de Trento, se había sugerido la fórmula: “Evangelio que se contiene parte en los libros escritos y parte en las tradiciones no escritas…” Dicha formulación se cambió por: “Que se contiene en los libros escritos y en las tradiciones no escritas (cfr. Conc. Tridentinum, ed. Soc. Gocrresianae, Friburgo 1900, 5,19; 1,33, 1,525; 10,433).

[8] Dei Verbum, 10.

[9] El n.21 de la Constitución podría plantear, a primera vista, cierta perplejidad: «Siempre las ha considerado y considera, juntamente con la Sagrada Tradición, como la regla suprema de su fe, puesto que, inspiradas por Dios y escritas de una vez para siempre, comunican inmutablemente la palabra del mismo Dios». El contexto muestra claramente que se está hablando sólo de las Escrituras, nombradas en el mismo número al comienzo (“La Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor…”), y que sólo las compara con la Tradición en cuanto regla de la Fe. La expresión “inspiradas” – en este caso por Dios – se reserva para las solas Escrituras.

[10] J.C. Ossandón, Los sentidos de la Escritura: Aproximación a una definición teológica del sentido literal (Extracto tesis doctoral), en ‘Excerpta e Dissertationibus in Sacra Theologia’, Universidad de Navarra, Pamplona 2006, v. XLIX, n.1, 71.

[11] León XIII, Enc. Providentissimus Deus, 46 (EB 110). La primera parte cita el Conc. Vat. I, ses.3 c.2: De revelatione.

[12] J.C. Ossandón, Los sentidos…, 71.

[13] Dei Verbum, 11.

[14] En particular Questiones Quodlibetales XII, q.16, a.27.

[15] Cfr. J.C. Ossandón, Los sentidos…, 68.

[16] Cfr. Tomás de Aquino, Summa Theologiae (S. Th.), I-II, 111, c.

[17] «En aquellos efectos en que nuestra mente es movida y no motor, sino que es Dios solo el motor, la operación se atribuye a Dios, y en este sentido se llama gracia operante; más en aquel efecto en el cual nuestra mente mueve y es movida, la operación no sólo se atribuye a Dios, sino también al alma, y en este sentido se llama gracia cooperante (…) De igual manera, la gracia habitual, en cuanto sana o justifica el alma o la hace grata a Dios, se llama gracia operante; en cuanto es principio de la obra meritoria, que también procede del libre albedrío, se llama cooperante» (cfr. S. Th., I-II, 111, a.2).

[18] La Sagrada Escritura nos plantea el caso en el libro de Jonás, en el cual dicho profeta resistió, por cierto tiempo, el impulso y hasta la orden misma de Dios de ir a profetizar y predicar.

[19] La predicación de Jesús en el sermón del Pan de vida, por ejemplo, es palabra de Dios en cuanto pronunciada por El mismo, incluso antes de su puesta por escrito en el evangelio de San Juan, y no ha dejado de serlo. Sin embargo, no fue aceptada por la multitud que, hasta ese momento, se consideraba parte de la iglesia o comunidad que lo seguía (Jn 6,66: Desde entonces, muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban más con él).

[20] Cfr. K. Stock, Die Inspiration der Heiligen Schrift nach dem Johannesevangelium, Biblica 96 (2015), 525-549 [528] (traducción nuestra).

[21] Cfr. K. Stock, Die Inspiration, 536.

[22] Cfr. Ibídem, 536.

[23] Cfr. Ibídem, 544.

[24] Ibídem.

[25] Además de los documentos ya citados, cfr. Pont. Com. Bíblica, La Parusía o segunda venida de Nuestro Señor Jesucristo en las cartas del apóstol San Pablo (18/6/1915) [EB, 433]. On-line en latín o italiano: [http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/pcb_documents/rc_con_cfaith_doc_19150618_parusia-paolo_it.html]

[26] Desafortunadamente, este ‘epílogo’ o capítulo 21 de Juan no es aceptado por muchos estudiosos como original de Juan – no decimos que sea el caso de Stock, quien no lo menciona para nada -, aunque el Magisterio también ha sido unánime en aceptar el evangelio integro como original del Apóstol.

[27] J.C. Ossandón, Los sentidos…, 68.

[28] La Dei Verbum, del concilio Vaticano II, no había todavía sido redactada cuando el autor formula su teoría.

[29] Cfr. Karl Rahner, Inspiración de la Sagrada Escritura (Quaestiones Disputatae 6; Herder, Barcelona 1970), 18-19 y notas.

[30] Cfr. K. Rahner, Inspiración, 20-21.

[31] Tomás di Aquino, Summa contro gentes, III, 70,3.

[32] Cfr. K. Rahner, Inspiración, 21-22; nota 7.

[33] Cfr. S. Th., I, 105, c.

[34] S. Th., I, 105, ad1 y ad2.

[35] Para esto, ver las reflexiones del eximio tomista Cornelio Fabro, Partecipazione e Causalità, (Opere Complete 19; Edivi, Segni 2010) 646. Requiere sin duda tener algo de familiaridad con los conceptos filosóficos de ‘forma’, ‘acto de ser’, orden predicamental y trascendental.

[36] Cfr. K. Rahner, op. cit., 41.

[37] “La iglesia Apostólica es, de un modo cualitativamente único, objeto de intervención divina a diferencia de la preservación de la Iglesia en el correr de la historia”; cfr. Ibídem, 53. Todo el desarrollo en pp. 52-54. También se ve la concepción evolutiva y hegeliana de Rahner, punto sobre el cual no podemos extendernos, al afirmar que “la Iglesia Apostólica es el momento del cual han de proceder todos los posteriores desenvolvimientos (de la Iglesia posterior), su naturaleza es incoativa y capaz de dirigir el curso de los posteriores desenvolvimientos” [p. 56].

[38] K. Rahner, op. cit., 63.

[39] R.E. Brown, El evangelio y las cartas de Juan, Desclée de Brouwer, Bilbao 2010, 16. La obra donde desarrolla más el tema de la ‘comunidad joánica’: La comunidad del discípulo amado; Ed. Sígueme; Salamanca (2005). El testimonio de San Ireneo al que aludimos: «Juan, el discípulo del Señor, aquel que reposó sobre su pecho, publicó también él un evangelio, cuando moraba en Efeso, en Asia» (Adversus Haereses, III, 1,1).

[40] PCB, Declaración Sancta Mater Ecclesia (La verdad histórica de los evangelios),1 (21/4/1964) [AAS 56 (1964) 712-718] (www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/pcb_documents/rc_con_cfaith_doc_19640421_verita-vangeli_sp.html)

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