SOBRE IDEAL Y BIEN, VIDA Y MUERTE (Ensayo sobre el evangelio de San Juan)

SOBRE IDEAL Y BIEN, VIDA Y MUERTE (Ensayo sobre el evangelio de San Juan)

En la solemnidad de San Juan, apóstol y evangelista, queremos ofrecer, en su honor, un pequeño ensayo amateur sobre un episodio de su evangelio, el escrito quizás más sublime de aquel que fue llamado “el Águila, porque volando como ella sobre la nube de la debilidad humana, observa la luz de la inconmutable verdad, con los ojos altísimos y firmísimos del corazón, y mirando la Deidad de nuestro Señor Jesucristo, por la cual es igual al Padre, en su evangelio se esforzó por valorarla especialmente, porque la creía ser suficiente para todos” (Thomae Aquinae, In Ioannem Evangelistam expositio, Prologus S. Thomae [11; según ediz. Marietti], versión en español: cfr. S. T. de Aquino, Comentario al evangelio según San Juan, I, Ágape, Buenos Aires 2005).

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San Juan evangelista es representado con el águila, por su contemplación del misterio del Verbo Encarnado

            Eran aún cálidas esas jornadas, las de la semana de la fiesta de los Tabernáculos. El sol de lo que algún día sería llamado fin de septiembre reverberaba fuerte en Jerusalén, sobre la espaciosa explanada del Templo. Era allí, o quizás en sus alrededores – el lugar preciso no se especifica – donde Jesús se sentaba, después de haber descendido del Monte de los Olivos, donde habían transcurrido la noche. Aún no había tenido tiempo de comenzar lo que debiera ser su enseñanza diaria, cuando ellos, los incansables fariseos y maestros de la Ley, que no reposaban tranquilos mientras veían al Maestro merodear por el Templo, vinieron hacia él, decididos aún hoy a no dejarlo descansar.

Esta vez habían resuelto no ser ellos los que tomarían la iniciativa, sino que fuera ella, una pobre y desgraciada hija de Israel, la que hablara con su presencia. Esta pobre había sido sorprendida en aquello que podía ser considerado como quizás lo más vergonzoso para una mujer judía, había sido descubierta en “flagrante, evidente adulterio”. No tuvo tiempo de escapar, ni de ocultarse. Aún se extrañaba que no llevaran junto con ella a su desgraciado cómplice; sabía bien que la Ley de Moisés preceptuaba que fueran ejecutados ambos (cfr. Dt 22, 23-24). Entendía, de todos modos, que la conducirían hacia el exterior de algunas de las puertas de la ciudad, donde no podía esperarle más que la terrible lapidación. Por eso se sorprendió cuando comprendió que la arrastraban hacia las vecindades del Templo.

El grupo se detuvo, y algunos de los doctores más ancianos y mejor vestidos se acercaron a un pequeño grupo de personas sentadas. En medio de ellos, se destacaba un esbelto y joven Rabí, uno de tantos maestros de Israel. Los que la llevaban la soltaron, con desprecio, haciéndola casi caer de bruces sobre la tierra. Allí quedó, en medio del cortejo que formaba paulatinamente un medio círculo en derredor y por detrás suyo. Su cabeza inclinada, sin levantar la mirada, sus cabellos desgreñados que le caían por delante impidiendo aún más la visión. Faltaba poco para el fin…

Escuchaba voces, un cierto diálogo entre algunos de los más prominentes de sus futuros infalibles verdugos con el Rabí sentado, a quien había apenas alcanzado a entrever. Algo sobre la Ley, sobre lapidar… Estaba muy confundida, pero sabía que ese debía ser su destino; conocía la Ley, pero: ¿Por qué deliberaban tanto?

El polvo del terreno, que el grupo había levantado al llegar, se había ahora disipado. Sus ojos húmedos empezaron a ver más claro, sus pensamientos comenzaban poco a poco a aquietarse. Pudo ver al Rabí haciendo algo en la tierra, con su dedo índice, como diseñando algo… ¡Una gran calma! Ella no sabía cómo ni por qué, pero al terror inicial había sucedido una sensación extraña, como de misterio, como el acercarse de una presencia majestuosa invisible y difícil de describir. ¿Por qué se sentía atraída hacia este Rabí? De todos modos, no se atrevía aún a alzar mucho sus ojos.

Al cabo de un lapso que le resultó difícil precisar, le pareció escuchar algo así como un diálogo. Sus captores hablaban claramente de aplicar la Ley de Moisés, como se esperaba. Y pareciera que lo repetían, insistentemente. El Rabí, que seguía diseñando, dijo finalmente algo relativo a “arrojar la primera piedra”. Sabía ella que era lo que le tocaba recibir, en justicia. Había en ese Rabí algo majestuoso; no sabía por qué, pero le parecía estar delante de la misma presencia de Aquel que posee el nombre Eterno, incomunicable, el cual a ningún judío le era lícito pronunciar. Esa presencia le recordaba las solemnes palabras que se hallaban en la misma Ley, y que tantas veces había escuchado de niña, palabras dirigidas al pueblo y a cada uno en particular: «He puesto delante de vosotros la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Escoge, pues, la vida para que vivas, tú y tus descendientes» (Dt 30,19). La palabra de Dios era clara; elegir… y elegir definitivamente: la vida o la muerte. El Señor de Israel había puesto una terrible herramienta en la mano de los hombres, como un signo de gran confianza y responsabilidad, pero por esa misma razón una herramienta terrible. Ella había elegido la muerte, ella la había elegido, no podía culpar a Dios de eso. Sí, por debilidad, por placer, por dejarse llevar, pero recordaba muy bien que había sido ella quien la eligió. Delante suyo estaba la majestad de Yahvé, de un modo que aún no lo entendía, y ella estaba sólo con su pecado, con su terrible pecado. Las piedras aguardaban detrás de ella. Era el fruto de lo que había elegido… la muerte.

Nunca supo lo que pasó, pero le pareció que el silencio se hizo cada vez más profundo, y los minutos pasaban, lentamente, solemnemente. Fue entonces cuando ese misterioso Rabí habló: “¡Mujer!, ¿dónde están tus acusadores?” Alzó completamente la vista, por primera vez, y miró casi instantáneamente en derredor. Todos se habían ido. Algunas solitarias piedras y guijarros yacían en la tierra, a una cierta distancia, como arrojados improvisamente, con desorden. Pero ella seguía allí, “en medio”. Ya no había nadie por detrás, ni a izquierda, ni a la derecha, sólo por delante de ella. Sin embargo, seguía en medio de su miseria, en medio de su pecado, acusada. Seguía siendo cierto que había elegido la muerte, y no tenía escapatoria.

Cristo y la adultera
Jacobo Bassano (Sala de las audiencias del Palacio del Pretorio) Bassano del Grappa, Museo Civico

De nuevo resonó la voz: “¿Alguno te ha condenado?” Fue entonces cuando su instinto la hizo responder al instante: “¡Ninguno, Señor!” Comprendió que algo estaba sucediendo, algo distinto. ¿Por qué la majestad de Dios reparaba ahora en ella, que había elegido la muerte? Siguieron las palabras finales, que nunca olvidaría: “¡Tampoco yo te condeno! ¡Vete, y no vuelvas a pecar!”

Tardó en entenderlo. Meses y algo más de un año más tarde sabría perfectamente que ese Rabí decía ser el Mesías esperado por Israel, y que se hacía llamar “Señor del Sábado”, “hijo de Dios”, que podía tener una significación variada, pero los mismos acusadores declaraban que lo afirmaba en el sentido más profundo. No se había engañado cuando había intuido la majestad de Dios en él. Recordaba muy bien las últimas palabras. Ella había elegido la muerte, y eso no dejaba de ser cierto. Dios no le había dicho en ningún momento que la muerte elegida no fuera tal, simplemente había dicho que no la condenaba, pero la conminaba a no hacerlo más. Sabía que no era un juego. Dios había mostrado una misericordia nueva, de un modo nuevo. No le había dicho que intentara ser mejor, que se pusiera en camino, que tuviera un ideal en vista al cual tratar de tender. Le había dicho, simple pero taxativamente, que no pecara más. Nuevamente se encontraba en ella la facultad de elegir, como siempre, entre la vida y la muerte. Sería necia si volviera a elegir la muerte. Pero entendió que la vida que se le había ofrecido dependía no de un proceso hacia un ideal difuso y lejano, sino de una elección, de una opción definitiva tomada ante un hoy que se le presentaba con la fuerza de la evidencia. Y por eso sería juzgada, algún día.

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            El sol reverberaba sobre las piedras rocosas de Patmos, otorgándoles una tonalidad blanquecina que apenas se diferenciaba del cálido y liso tapiz arenoso. Más allá, el celeste del mar marcaba un llamativo contraste y hacia el infinito parecía a su vez confundirse con el azul del cielo en una sola tonalidad.

San Juan evangelista en la isla de Patmos

El anciano vidente retiró su mirada, y volvió a posarla sobre los rótulos y la tinta. El alero de la pobre casa que ocupaba le permitía aún gozar de un pequeño refrigerio, y la brisa ligera traía cada tanto algún fresco aroma de mar. Los pensamientos sobre el bien y el mal, sobre los engaños a los cuales el rebaño del Señor sería sometido, las terribles luchas de los que querrán ser fieles, le producían emoción. No hacía mucho que había visto todo ello en visiones y las había escrito con minucioso detalle. Su rótulo “Revelación” era voluminoso, y aún trabajaban en él algunos amanuenses, quienes introducían pequeñas glosas explicativas o correcciones gramaticales en griego. Otras partes las traducían del antiguo arameo palestino de su venerable maestro, Juan, el anciano y el único apóstol del Cordero que aún no había seguido a su Señor en el paso de este mundo a la Gloria del Padre, aunque sí lo había seguido en el martirio, del cual el Señor le había concedido la gracia de salir indemne.

Conocía perfectamente la Buena Nueva del Señor, que él mismo había recitado oralmente tantas veces y que se encontraba ya tres veces puesta por escrito, según las formas que habían sabido darle, primero Leví, o Mateo, como se lo conocía en ambiente creyente, su compañero apóstol, en segundo lugar el discípulo de Pablo y del gran Pedro, Juan Marcos, ya mártir triunfal que descansaba con el Señor, junto a Mateo y los once, y la tercera, la de Lucas el médico, que había recogido tantos delicados testimonios de la Madre del Señor, cuando aún estaba en esta tierra, Madre que el anciano había sabido cuidar hacía ya muchos años, no lejos de allí, en las costas de Asia, en Éfeso.

Pensó que era hora de poner por escritos tantos signos y discursos del Señor que no habían visto aún la tinta, y que había que hacerlo a la brevedad, quizás en griego, directamente, pues la mayoría de los creyentes hablaba corrientemente en dicha lengua, o quizás en su lengua madre, pero ayudado por los meturgeman (intérpretes), para que lo pasaran al griego de inmediato. Recordó entonces aquella fiesta de los Tabernáculos y aquella mujer, la pobre adúltera. Pensó que había que escribirlo, nadie aún lo había hecho. Si lo escribía, lo haría así, tempestivamente, en medio de los discursos y controversias que el Maestro había tenido con los doctores durante aquella fiesta, como de improviso había aparecido esa pobre arrastrada por sus verdugos hasta la presencia del Maestro, como también de improviso se habían alejado uno tras otro avergonzados, sin tocarla siquiera y sin enfrentar al Señor, que una vez más los vencía. ¿Podría alguien, alguna vez, llegar a pensar que esa historia no fuese original por el hecho que irrumpiese así de golpe en el relato, sin preaviso ni ligación? ¡Ni imaginarlo…! la sola posibilidad sonaba tan disparatada. ¿Y si alguien pensara alguna vez que era vergonzoso que el Señor fuese capaz de perdonar tanta abyección e inmundicia, desafiar la ley de dicho modo, evitando que se aplique el castigo? Pues algo tenía bien en claro; había dado el Señor muestras de una misericordia nunca vista, como sólo en el momento de la Cruz volvería a repetir. Eso había quedado profundamente grabado en la mente de Juan, quien entonces era apenas un adolescente que seguía embelesado a Jesús. Como también habían quedado registrada aquellas palabras: “¡No vuelvas a pecar!” No había propuesto un ideal, no había formulado una tendencia, no había contentado a aquella desgraciada con un camino de mínima exigencia, teniendo en cuenta quien era y de dónde provenía. Simplemente, la había rescatado de la muerte para ponerla nuevamente ante la vida y la muerte. En eso repetía a Moisés, “había venido a dar cumplimiento a la Ley”, sólo que esta vez, le había dado la voluntad para no querer caer más, aunque costara, como de hecho costó, aunque le costara la sangre, como de hecho le costó, según los que afirmaron haberla visto marchar lejos, a vivir largos años de frío, de hambre, de penitencia… de oración, de vida.

Jesús no le había dicho que hiciera lo que buenamente podía… A nadie se lo había dicho. Sabía que con su gracia podrían, pero la elección, y la lucha, quedaba en manos del sujeto. Jesús no había propuesto ideales a los cuales tender, de los cuales muchos podrían poner por obra sólo un pálido reflejo. ¡No! Jesús había dado a elegir, y si se lo hacía bien, seguía una orden, fuerte, difícil, terminante pero posible: “¡Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto!” Lo había escuchado en el monte de Galilea (Mt 5,48), lo había leído tantas veces en la Ley, con el matiz de santidad (Lv 19,2), lo había leído en una de las misivas de Simón el pescador (1Pe 1,16), escrita hacía tiempo, el que había llorado su pecado hasta dar la vida cruentamente por el Señor. ¿Podría algún día, la congregación del Señor (ecclesia) traicionar dicha enseñanza? ¿Podría decirse algún día que eso era sólo un ideal, lejano, platónico, inalcanzable, sólo para algunos? Arrojó inmediatamente ese pensamiento de su mente. La comunidad del Señor no podría jamás decir que enseña lo que El no enseñó, o decir que su propósito no fue trasmitir lo que Él pronunció con total claridad. “¡Sólo Él tiene palabras de Vida Eterna!” Y decidió Juan que esa noche misma comenzaría – él mismo y no otro – a redactar la primera parte de su Nueva, el más excelso Prólogo que nadie jamás hubo escrito.

           

                                                                                                                                   R.P.  Carlos D. Pereira, IVE     

El ensayo se encuentra en formato PDF para descargar, en la página principal del blog, columna de la derecha: décimo o undécimo cuadro: Sección Escritos personales: Sobre Ideal y bien. 

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