El padre Cornelio Fabro comenta así en una bellísima homilía sobre el domingo de Ramos (publicamos sólo una parte):
«Este es el prólogo de la semana que anunciaba el triunfo, y llevó a la muerte, el máximo culmen de la misericordia divina. Semana Santa (Pasión de Cristo) , que se desarrolla, a través de la narración de los cuatro evangelistas, en una tensión extrema del odio y el amor, algo que nunca ocurrió así en la historia del hombre. Si el odio es la voluntad del mal, el odio esencial es desear la muerte, es desearla fríamente, sobretodo de la mano del que se había declarado el Camino, la Verdad y la Vida: contra Aquel que había consolado la triste, sanado el sufrimiento, rehabilitado a los pecadores, resucitado a los muertos, y que había dado la bienvenida a los humildes y a los vagabundos de la vida, proclamándolos dignos del reino de los cielos. Y los niños, que lo observaban asombrados y que jugaban en los prados cuando predicó a las multitudes, no entendían ni nunca podrán entender, por qué Jesús, que era tan bueno para todo el mundo, fue asesinado, por qué los grandes lo pusieron en la cruz. El odio de hecho, como la voluntad del mal, es el único infinito del que es capaz el hombre en contraste con la infinidad de Dios, que es bueno, es la calificación de su extrema libertad que se niega a elegir a Dios y se hunde, plegándose sobre sí mismo, en sus propios ídolos del poder y de la acción política, en el impulso a cerrar el camino a Aquel que viene en el Nombre del Señor. Este odio de rechazo venía de larga data, se había estado gestando durante tres años en los cabecillas de Israel; había cambiado desde el principio de la vida pública de Cristo, y ahora era el momento, ese instante del tiempo en que tenía que decidirse la elección del Reino de Dios en el espíritu.
Era esencialmente un odio teológico, aunque enmascarado en la llamada “reflexión democrática” que entonces y como siempre, bajo la apariencia de la salvación del pueblo, declaraba a Jesús por el Sanedrín el peligro público número uno y reclamaba del gobernador romano –la muerte de Cristo- como una prueba de su amistad con César y como contrapartida de la libertad perdida del pueblo de Dios. Siempre está en medio el pueblo y es siempre en nombre del pueblo que se desata, movido por una elite, el odio en el mundo y la matanza de los inocentes; el odio amargo y seco, el viento de fuego y azufre que va con malestar tumultuoso por la conciencia desahuciada.
El odio de los príncipes del pueblo y de los fariseos, de ayer y de hoy, continuando con la Pasión de Cristo en el Calvario de los pueblos cristianos – como lo vemos claramente hoy-, es un odio claro, bien calculado, y se filtra. Es la alternativa que el hombre presenta al plan de Dios, es la apostasía de Dios, es el odio de Dios, el más puro y más dulce Bien; es el rechazo de Cristo, del cristianismo, del amor de la Eucaristía que alimenta el alma, de la Virgen que nos protege en la vida, de los buenos ángeles que velan por nosotros, de los santos interceden por nosotros. El odio es la negación que nos quieren imponer, negación para el hombre de la otra vida, de la vida verdadera y perenne que no conoce más el dolor y la muerte, de la vida eterna en el que podemos ver la belleza infinita de Dios, el rostro de Cristo y la Virgen María, la Rosa de los santos, y en ella los seres queridos que se han ido antes nuestro, llevando junto con nuestras lágrimas un pedazo de nuestro pobre corazón. Esto es lo que quieren hacer los defensores del ateísmo y el laicismo modernos, fariseos de la política y la cultura: arrebatar la dulzura de la pasión de Cristo y resolver el problema de la verdad, la vida, el amor… con la negación de la vida, de la verdad, del amor por esencia.
Y es por esto que Cristo está en agonía y estará en su Pasión hasta el fin del mundo: glorioso en el cielo a la diestra del Padre, Él, sin embargo, continúa a sufrir en su Cuerpo Místico, en su Iglesia perseguida, en sus fieles traicionados y oprimidos, en su itinerario del dolor y el amor, la Semana Santa en la Historia Universal, que tendrá su epílogo el día en que no habrá más tiempo, en que la eternidad va a configurar para el hombre un total e irrevocable presente. Entonces será clara la realidad y la diferencia entre el bien y el mal, entre las víctimas inocentes y los perseguidores implacables. Pero ésta es también la semana de la victoria y de triunfo: se abre con el Hosanna de trastornos secuestrados por la fascinación de Cristo que monta el humilde asno, y se cierra con el Aleluya de Pascua. La realidad es, que Cristo mismo el director de este drama único y absoluto; durante la Cena conoce al traidor y lo denuncia; en el jardín de Getsemaní con un simple: “¡Yo soy!”, detiene el impulso de asesinos y los arroja al suelo dos veces; en el pretorio de Pilato declara su dignidad esencial del rey universal capaz de llamar en su ayuda doce legiones de ángeles; a los conspiradores en el Sanedrín les lanza el reto de venir triunfante en las nubes del cielo. Y es por eso que se deja entregar, atar, procesar, recibir los flagelos, clavarse y morir en la cruz, mientras tenía la oportunidad plena y completa de escapar y destruir a sus verdugos.»
Hasta allí el padre Fabro. Nos dice una misionera en Medio Oriente, en Alepo, Siria, en el día de hoy: «En nuestros días pueblos enteros del medio oriente son asesinados por ser cristianos. ¡Iglesia Martirial en pleno siglo XXI! Y son gente como nosotros, con sus limitaciones y debilidades, pero que sin titubeos se someten al golpe de la espada antes que renegar de su fe. “¡Que me maten! ¡No voy a traicionar a Jesucristo!”, decía enérgicamente uno de nuestros jóvenes de Alepo. Y quienes tenemos la posibilidad de compartir con ellos la vida cotidiana, consideramos esto un privilegio.
No sabemos qué es lo que Dios tendrá dispuesto para cada uno de nosotros. Probablemente no a todos nos pedirá dar testimonio de la fe con la entrega de la propia sangre. Pero lo que sabemos con certeza es que a todos nos pide el martirio de cada día. Porque domar el propio temperamento; buscar y anteponer siempre el bien del otro; vencer las tentaciones; morir a uno mismo, a los caprichos egoístas y al propio parecer; son actos heroicos que “cuestan sangre” y que pueden de alguna manera compararse al martirio que es el gesto supremo, coronación de toda esta suma de pequeñas “entregas” cotidianas. “Muero cada día” en el decir de San Pablo, renunciando radicalmente a todo lo que nos amarra a la tierra y nos distancia del Cielo» (Sor María de Guadalupe Rodrigo, SSVM).
Este es el espíritu verdadero de la Semana Santa. Que sea fructífera para cada uno de ustedes, y que tengan Feliz Pascua de Resurrección.