MADRE PATRIA – Recensión de libro

MADRE PATRIA : Marcelo Gullo Omodeo, Espasa (ed. Planeta), Barcelona 52021; 538 págs. 

Marcelo Gullo Omodeo

Marcelo Gullo Omodeo es doctor en Ciencias Políticas, magister y graduado en Relaciones internacionales. Es profesor en varios organismos, investigador y autor de numerosos libros.

No podemos dudar de la dedicación, gran competencia y erudición con la cual encaró la redacción de esta obra que ahora recensionamos, obra que en el giro de pocos meses conoció ya cinco ediciones, y que ciertamente provocó tanto revuelo. Existen muchas mentes lúcidas que hoy vuelven a investigar el tema de la así llamada leyenda negra, una de las mentiras históricas más difundidas en Occidente. Incluso muchos aficionados, como nosotros, han corroborado sus investigaciones gracias al aporte realizado por este libro. Muchos habrán podido darse cuenta, quizás por primera vez, del verdadero rostro de esta gran mentira colonizadora que la corriente cultural dominante en Occidente ha impuesto. Existen también detractores de esta obra, denigradores por ideología, como el presidente de Méjico, A.M. López Obrador, quienes sólo pueden verter calificativos denigratorios sin ser capaces de aportar demostración alguna que les dé la razón, procedimiento que es propio de los grandes promotores del neo comunismo en América Latina y Europa. Nosotros creemos que todo ello es un signo más que elocuente a favor de la calidad y excelencia de esta obra.[1]

Gullo Omodeo presenta su obra como un “viaje a las fuentes”, más que un viaje al pasado, “un viaje a las fuentes de donde surgen muchos de los fenómenos que hoy vemos”. Ese tipo de viajes implica profundizar ciertos temas y agudizar el razonamiento. Se trata de profundizar en la auténtica descripción e interpretación de muchas circunstancias históricas acerca de los siglos en los que se desarrolló la colonización de España en Iberoamérica, y de afinar el marco conceptual que “explicite la importancia del poder cultural en la lucha que las grandes potencias han sostenido – y sostienen – por la hegemonía mundial” (p. 23). Es en el afán por dicho poder en el que se inscribe la llamada «leyenda negra de la conquista española de América», “el primer ingrediente del imperialismo anglosajón para derrotar a España y dominar Hispanoamérica” (p. 24).[2]

  1. Leyenda negra contra España

“Una leyenda negra es una manipulada operación para lograr la imagen distorsionada de un país, con el objetivo de perjudicar los intereses del país denigrado y beneficiar a los que manipulan”; ese fue el método utilizado por las potencias que lucharon contra España durante varios siglos (cfr. prólogo, p. 18). A esto contribuyó, según nuestro autor y otros de gran relieve, “la indiferencia con que el imperio español primero, y luego sus intelectuales, escritores y artistas, en vez de defenderse, en muchos casos hicieron suya la leyenda negra, avalando sus excesos y fabricaciones como autocrítica de España, que hacía de esta un país intolerante, machista, lascivo y reñido con el espíritu científico y con la libertad”.[3] Un filósofo marxista, para nada sospechoso de falangismo o simpatías franquistas, escribía: “El menosprecio hacia España arranca de los siglos XVII y XVIII como parte de la política nacional de Inglaterra […] Es un desprestigio hacia lo extranjero que se inicia, con la obra traducida al inglés del libro de Bartolomé de las Casas …”[4]

Para el autor, la leyenda negra ha sido un instrumento de dominación extranjera, mediante “una historia de España y de Hispanoamérica inventada y difundida, primero por los imperialismos holandés e inglés y luego, por el norteamericano y el soviético” (p. 431). Actualmente continúa siéndolo en manos del imperialismo internacional del dinero, “que utiliza el fundamento del indigenismo (colocándolo en la mano de obra barata de nuestros jóvenes idealistas) para realizar una nueva balcanización de Hispanoamérica”. Ese fundamentalismo indigenista, muy célebre hoy en día, tiene también su fundamento en la leyenda negra (cfr. pp. 26-27). “Es la conclusión de un sofisma hecho sentencia. Hoy, en el mundo universitario latinoamericano, los tópicos establecidos por la leyenda negra – el genocidio de los pueblos originarios, el robo del oro de América, la destrucción de culturas extraordinarias – no pueden ser cuestionados ni discutidos” (p. 44).

“La historia de los pueblos hispanoamericanos ha sido deliberadamente falsificada, y el olvido y la falsificación de la historia – a causa de la leyenda negra – han llevado, tanto en España como en Hispanoamérica, a la pérdida del ser nacional” (p. 41). En efecto, el autor reitera varias veces en su obra que Hispanoamérica debería ser un solo gran estado y una sola nación (cfr. pp. 288-329), como lo fue América del Norte. El indigenismo es producto de la leyenda negra, y lo mismo sucede actualmente en España con el separatismo catalán, la cual carencia de fundamento se encarga de demostrar (cfr. pp. 413-430). El separatismo catalán y el indigenismo fundamentalista son dos hermanos gemelos (cfr. pp. 428-29).

  1. La correcta interpretación de los datos y circunstancias históricas

En primer lugar, como lo recuerda nada menos que un partidario de la teología de la liberación como Gustavo Gutiérrez (los teólogos de dicha tendencia son muy amigos de las leyendas negras), “es importante recordar que sólo España tuvo el coraje de realizar un debate de envergadura sobre la legitimidad y justicia de la presencia europea en las Indias” (p. 34). Se invitó a muchos juristas, filósofos e historiadores a que expusieran y defendieran sus propios puntos de vista, incluso a algunos muy críticos como el mismo Bartolomé de las Casas. Ningún otro país o reino hizo algo similar. De ese hecho nada conocen los españoles americanos ni los europeos.

El autor investiga también varias verdades a las cuales llama “políticamente incorrectas”, porque van en contra del establishment cultural mundial. A partir del capítulo 4 (p. 135) analiza como existió en realidad una verdadera invasión de pueblos originarios de Asia (algunos suponen que durante casi veinte mil años) hacia América, que impusieron, con el correr de los tiempos y las divisiones geográficas, mosaicos variopintos formados por una cantidad casi incontable de lenguas y de costumbres diversas, realidades que no podían prácticamente comunicarse entre sí. En sólo América del Norte se calcula un total de dos mil idiomas diversos y unos 906 en el sólo Amazonas (cfr. p. 136). Un intento de imposición unificadora vino justamente por obra y espada de los aztecas en Méjico, y de los incas en el Perú y en zonas de Sudamérica. El mismo se llevó a cabo con una violencia inusitada, a precio de sangre vertida del modo más salvaje, y de incontables sacrificios humanos, especialmente de niños. Así lo señalan historiadores como Luis Alberto Sánchez (cfr. p. 137).[5] Por el contrario, una unificación cultural verdadera y homogénea sólo se dio gracias a la influencia española, que logró dar origen a una auténtica nacionalidad, cosa reconocida incluso por pensadores socialistas como Jorge Abelardo Ramos y revolucionarios como Ernesto Che Guevara y hasta el mismo Fidel Castro, quienes sólo fueron indigenistas por oportunismo político (cfr. p. 138).[6] No se trata de negar que hayan existido abusos o excesos, sino de comprender el fenómeno en su raíz.

Nuestro autor sostiene, denodadamente, que España construyó un verdadero imperio y no un puro sistema colonial o imperialismo, que fue en cambio más propio de Inglaterra. Esto lo han sostenido y sostienen muchos investigadores de relieve, además de los ya citados. Y esto se debe al mestizaje y a la educación de altísima calidad, de excelencia, que permite a los mestizos ser destacados como reconocidos poetas, novelistas, historiadores, filósofos y militares (p. 228). El autor enumera muchos de esos casos, como los del Inca Garcilaso, Martín Cortés Malinztin, Isabel Moctezuma, Marina Malintzin (ambas llamadas “madres de México”), Leonor Yupanqui, Elvira de Talagante y otros/as. En el caso del inca Garcilaso de la Vega y de Martín Cortés, ambos vivieron luego en España y combatieron contra los moros en Granada, cosa que nadie hace excepto por lo que se ama. Que los hijos de tal mestizaje llegaran a ser figuras de relevancia y apreciadas por la cultura y la sociedad en la que vivían, es una prueba más que la relación existente entre ambos continentes no era de metrópoli-colonia, no de imperialismo sino de Imperio.

Gullo dedica también largos capítulos a mostrar el rosario de colegios, universidades y hospitales que España fundó en América. Contra lo que dicen los cultivadores de mentira, España envió sus mejores profesores a América, mientras que Inglaterra llenó Australia de presos. Los ingleses fundaron la universidad de Harvard en 1636, ochenta y cinco años después de que España creara la Universidad de San Marcos en el virreinato del Perú. Mientras el Colegio Máximo de San Pablo de Lima llegó a reunir, en 1570, la increíble cifra de cuarenta y tres mil libros, la Universidad de Harvard tenía tan solo cuatro mil (cfr. p. 433).

Las dos primeras escuelas de México fueron creadas por los franciscanos: en Tezcoco, por el hermano lego Pedro de Gante, el ‘primer maestro de América’, en 1523, y en México en 1525. En 1536 dio comienzo el Colegio Imperial de la Santa Cruz, la primera institución de educación de América preparatoria para la universidad, destinada a los indígenas. Años más tarde, en 1574, se fundó el Colegio de Puebla, el Máximo de San Pedro y San Pablo, el de Oaxaca, el de San Ildefonso, el de San Luis Potosí y otros, todos en un lapso de veinte años (1574-1596), además de algunos posteriores. En 1568, la Compañía de Jesús fundó en el Perú el colegio Máximo de San Pablo de Lima, cuyos profesores formaron un núcleo de excelencia académica a nivel mundial como nunca más tuvo el país en toda su historia hasta la actualidad (cfr. pp. 235-36). En 1573 se dispuso que se fundasen en el Perú colegios y seminarios para la educación de la nobleza inca. En cuanto a las universidades, a partir ya de 1538, con la fundación de la Universidad de Santo Domingo, España se lanzó febrilmente a la creación de universidades en América. El autor presenta un cuadro detallado de las 32 universidades fundadas por España entre 1538 y 1812, con nombre, fecha y ciudad donde se erigían (pp. 240-41). Muchas universidades fundadas en Europa dieron comienzo en el siglo XVI, a la par que España fundaba en América, y las fundadas por Holanda, Francia e Inglaterra en las colonias fueron mucho más tardías.

Al contrario de lo acaecido en Inglaterra, Francia y otros lugares de Europa, la doctrina jurídica enseñada en las universidades hispanoamericanas no justificaba el absolutismo monárquico, reconociendo la plena dignidad de los pueblos originarios y la delegación de su poder en el monarca de turno. Muchos eximios profesores enseñaron en dichos centros, como Alonso Gutiérrez (de la Vera Cruz), Francisco Cervantes de Salazar, Bartolomé Frías de Albornoz, Antonio Rubio de Rueda, considerado el más excelente de los jesuitas enviado por España (cfr. pp. 243-44), y otros.

Pero fueron los hospitales en América el verdadero orgullo del imperio español. El tener hospitales gratuitos para todas las razas constituyó una verdadera política de estado en el naciente imperio, como lo demuestran las leyes de Indias, de 1541 y luego de 1573. A finales del siglo XVI las ciencias médicas españolas – herederas de las tradiciones judía y árabe – estaban a la vanguardia en Europa, habiéndose fundado el primer hospital psiquiátrico del mundo en Valencia, en 1409. En 1503 se fundó el hospital San Nicolás de Bari en La Española (Santo Domingo), pionero absoluto en América, al principio con una construcción humilde de madera y paja, para transformarse después de veinte años en un gran edificio público de arquitectura renacentista y gótica. A partir del siglo XVI, Santo Domingo tuvo otros dos hospitales: el de los Pobres de San Andrés y la leprosería de San Lázaro, en la parte alta de la ciudad, dañados en el saqueo del pirata inglés Drake (cfr. pp. 257-58).

Portada del hospital Real de los Naturales – foto (izquierda) de fines del s. XIX y (derecha) del s. XX

En la Nueva España (Méjico), el primer hospital, de la Purísima Concepción y Jesús Nazareno, fue fundado por el mismo Hernán Cortés en 1521, llegando a tener en el siglo XVII la cifra de cuatrocientos enfermos anuales, no siendo nunca un hospital de multitudes. Allí nació la Facultad de Medicina de la Pontificia Universidad de México. El hospital se mantuvo gracias a la renta de inmuebles del propio Cortés y de su familia, luego de él, hasta 1932. El edificio subsistió hasta 1934, año en el que fue remodelado, permaneciendo los patios y el grueso de la construcción. El hospital sigue funcionando hasta el día de hoy, siendo uno de los diez hospitales más antiguos del mundo. Existió también un leprosario – San Lázaro -, pero el galardón se lo lleva el hospital Real de los Naturales, que, empezando como una enfermería fundada por Pedro de Gante en 1531, se edificó como un gran centro sanitario fundado por célula real, bajo el patronato o custodia del rey o del virrey en 1553. Este hospital, dedicado sólo a los indígenas, tenía capacidad de atender a cuatrocientos pacientes, llegando luego a seiscientos (cfr. pp. 258-262). El autor describe con lujo de detalles las curas y hasta los alimentos que se servían en dicho nosocomio, los cuales eran de excelencia. Algo similar sucedió con el hospital Real de San Andrés, en Lima del Perú, nacido en 1532 y mejorado en 1556 (p. 273).

 

  1. El gran desconcierto conceptual

En octubre de 1807, los ejércitos de la Francia de Napoleón Bonaparte cruzaron los Pirineos con el objetivo de golpear el centro de poder inglés en el continente, la corona portuguesa, y para ello pidieron permiso para pasar por España. Lo que al inicio fue un despliegue de ejércitos en marcha se transformó en una verdadera invasión. El futuro rey Juan VI de Portugal, con la ayuda y protección británica, se refugió en Brasil, llevando el Estado portugués al Nuevo Mundo y salvando así la unidad de la América portuguesa. Pero tanto Carlos IV, rey de España, como luego su hijo Fernando VII, rechazaron la oferta inglesa de ser trasladados a América, la cual decisión – según nuestro autor – favoreció la disolución y muerte del Imperio español y la consecuente fragmentación de la América española (cfr. p. 290). “Si la Corte española se hubiera trasladado a América – como hizo la corte portuguesa, que se instaló en Río de Janeiro en 1808 – (…), si Fernando hubiera reinado desde Lima o México, la separación con España habría llegado, pero habría sido un divorcio apacible y ‘alegre’ como el de Brasil, y se habría salvado la unidad territorial” (p. 296). Las Juntas de gobierno, en la América española, empezaron justamente a formarse después de la total ocupación del territorio español por parte de Francia, y a partir de la disolución de la Junta Central de Sevilla en 1810. Fue la estupidez de Fernando VII, incluso una vez recuperado el trono, que precipitó toda la debacle y el hecho que en Iberoamérica se levantaran hombres de las facciones más adversas para tratar de lograr la total independencia de un tal rey. Aún así, es remarcable como muchas tribus y grupos indígenas se conservaron fieles e incluso lucharon a favor de la corona española (cfr. pp. 305-311). Existieron, por parte de algunos patriotas, como José de San Martín y en parte Simón Bolívar, intentos concretos de conservar la unidad de la nación hispánica en América, formando una confederación, pero los intentos fracasaron en gran parte debido a la tozudez del exvirrey del Perú, del mismo Fernando VII y de algunos espíritus tacaños (cfr. pp. 314-319).

El resultado puede considerarse una gigantesca victoria de Inglaterra, la cual, habiendo fracasado en la conquista e invasión del continente, se propuso tres objetivos:

  1. Que el proceso de independencia de Hispanoamérica diera origen a la mayor cantidad de estados posibles, o sea, a la fragmentación del territorio.
  2. Que los nuevos estados hispanoamericanos adoptaran de forma irrestricta el libre comercio y se incorporaran al mercado mundial – cuyo centro era Inglaterra – como productores de materias primas.
  3. Que cada uno de los Estados se endeudara con la banca inglesa, para que la deuda fuera el “lazo invisible” que atara las nuevas repúblicas a la voluntad de Inglaterra (p. 319).

Dicha política se vio favorecida por varias elites intelectuales latinoamericanas, favorables a Inglaterra desde un comienzo, y luego por la influencia de ciertos historiadores ingleses, como William Robertson (citado en p. 103) y por la difusión que hicieron de la obra de Bartolomé de las Casas. En México, en concreto, se debió a la influencia de hábiles embajadores norteamericanos, como Joel Roberts Poinsett, que sentó las bases, falsificándola, de lo que hoy es la historia oficial de México leída por niños y niñas en la escuela primaria. Dicha tendencia se continuó con algunos historiadores americanos como William Prescott, autor de tres libros de leyenda negra contra España, y con ciertos presidentes mejicanos, influidos por dicho pensamiento, y quizás también mediante la CIA, cuya influencia en muchos casos ha sido comprobada (cfr. p. 114).

El autor asegura que el estudio crítico de la leyenda negra nos permitirá comprender el presente y quizás, cambiar incluso el futuro (p. 435). Eso constituye todo un desafío y requiere una gran confianza en la Providencia, sólo que – concluye el autor – “para que la providencia o suerte nos ayude es necesario que seamos capaces de ayudarla. En este sentido, es imprescindible terminar con el mito de la leyenda negra para que los hispanoamericanos no lleguen a España cargados de resentimiento. Es necesario que sepamos que el Imperio era nuestra patria, y esa patria estalló en múltiples fragmentos (…) Es necesario que los españoles europeos recuerden que ningún hispanoamericano – moreno, indio o criollo – es extranjero en España y que los españoles americanos sientan que ningún español es extranjero en Hispanoamérica” (p. 436).

 

R. P. Carlos D. Pereira, IVE

[1] Gullo Omodeo respondió a la crítica de LO (cfr.: https://www.niusdiario.es/internacional/latinoamerica/respuesta-marcelo-gullo-escritor-argentino-madre-patria-andres-lopez-obrador-presidente-mexico-conquita-tenochtitlan_18_3189646703.html [consultado el 15/2/2022]).

[2] El autor se inscribe en la tradición de muchas obras recientes, como la de María Elvira Roca Berea, Imperiofobia y leyendas negras, ed. Siruela, Madrid 2016, ya recensionada por nosotros, donde la autora, muy bien documentada, define cuando nació y como se acuñó el concepto de leyenda negra de la colonización española. Recensión: [https://biblia.vozcatolica.com/2019/01/27/imperiofobia-y-leyendas-negras-recension-de-libro/].

[3] Cfr. Mario Vargas Llosa, Leyendas negras que horadan el poder del enemigo [https://www.lanacion.com.ar/opinion/leyendas-negras-horadan-poder-del-enemigo-nid2172654/], consultado por nosotros el 9/2/2022.

[4] Cfr. Juan José Hernández Arregui, ¿Qué es el ser nacional?, Peña Lilio, Buenos Aires 2005, 24 (citado por el autor en p. 24).

[5] Cfr. Luis Alberto Sánchez, Breve historia de América, Losada, Buenos Aires 1965, 33.

[6] Cfr. Jorge Abelardo Ramos, Historia de la Nación Latinoamericana, Continente, Buenos Aires 2011, 66.

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