Presentamos aquí la segunda parte de los puntos tratados del libro del padre M. A. Fuentes: REZAR CON LA BIBLIA: ¿Cuánto amamos la Biblia? (Colección Bíblica 1; Ed Verbo Encarnado, San Rafael 2009).
- Pasos característicos de la Lectio Divina – Rezar con la Biblia. Para que esta pueda ser fructuosa:
a) Ante todo, es necesario preparar la “lectura” por medio de la ascesis. Como en la parábola del sembrador, la semilla no dará su fruto si no cae en terreno fértil. Por eso, para que esta lectura dé fruto, debe ser preparada por medio de un trabajo que desemboque en la “pureza del corazón” (puritas cordis); esto es, en la ausencia de todo afecto hacia las criaturas que distraiga del amor de Dios y del sentido de su presencia. Es libertad total en orden a una dedicación total a Dios. Sólo a quien la ha alcanzado, Dios se revela plenamente. Decía San Bernardo: “La Verdad no se muestra a los impuros”[1]. La pureza vuelve tersa y transparente la mirada contemplativa. Por tanto, hay que leer la Sagrada Escritura con ánimo de convertirse y hay que querer convertirse para poder entender la Sagrada Escritura.
b) Además, puesto que el objetivo es un conocimiento vital, es necesario que la lectura se sitúe en un clima de oración. “Hay que orar para entender” (la Escritura), dice san Agustín[2]. La oración a su vez exige un sosegado esfuerzo de recogimiento: no es posible ponerse “en religiosa escucha” si no es en un clima de silencio y de calma interior, que haga confluir en la escucha todas las energías del ser.
c) Finalmente se trata de una lectura dialogal. Dios ahora me habla; por tanto, yo debo escucharlo. Dios me sitúa como interlocutor suyo; me dirige la palabra y yo puedo responderle. Este diálogo se articula en cuatro momentos fundamentales:
1º Lectio: es el primer paso, por el cual se lee con la convicción de que Dios está hablando. No es la lectura de un libro, sino la escucha de alguien. Es “escuchar la voz de Dios hoy”. Se trata de leer un pasaje de la Sagrada Escritura, que debe ser ni demasiado largo ni excesivamente corto. Es necesario que el texto elegido tenga cierta unidad y que haya en él un concepto clave que unifique los demás elementos. Para esto puede servir mucho seguir los textos que ofrece la liturgia de la Misa de cada día que están seleccionados ya con ese criterio.
2º Meditatio: se puede aplicar a este paso las palabras de Dios al profeta Ezequiel: “Alimenta tu vientre y llena tu estómago con este volumen que yo te doy” (Ez 3,3). Los medievales usaban el término pintoresco de “rumiar” (en latín rumigare) que es la acción de algunos animales que mastican por segunda vez, volviéndolo a la boca, el alimento que ya estuvo en el depósito que a este efecto tienen tales bestias. Aplicado al libro sagrado indica una especie de “replegarse” amorosamente sobre los textos, en un clima de calma contemplativa, que desemboca en una asimilación vital: la palabra entonces llega a formar parte de nosotros mismos, modelando pensamientos, sentimientos, vida.
3º Oratio: es la plegaria que brota del corazón al toque de la divina palabra. Se trata de rezar con las ideas que hemos encontrado en el texto bíblico, ya sea que ellas mismas nos sirvan de oración en su formulación literal (como sucede, por ejemplo, con los Salmos) o bien convirtiendo nosotros esos pasajes en oración.
4º Contemplatio: contemplar es un acto más simple que la oración, pero muy rico; a él pertenecen sentimientos como el estupor, la admiración, el reconocimiento, la adoración, la confesión de las grandezas de Dios, la alabanza. Se realiza cuando de la oración se pasa a una especie de himno de admiración, en el que el alma expresa en términos de alabanza la dulzura de lo que ha contemplado. Entre los antiguos esa última etapa de la lectio expresa una experiencia religiosa que se parece mucho al éxtasis; una fruición que parece anticipar el gozo celeste. Así Santa Teresita tomaba la Biblia, “pidiendo a Dios que me consolase, que Él mismo me respondiera”[3].
Algunos elementos prácticos que se han de tener en cuenta para practicar provechosamente la lectio: Ante todo, se puede hacer a cualquier hora del día y en cualquier lugar. Para el orante lo que importa no es lo que le rodea, sino lo que rumia en su interior. Y en su espíritu puede estar rumiando la Palabra de Dios en un grupo de oración, en un reclinatorio ante el sagrario, mientras se viaja o camina por la calle. Pero evidentemente hay ambientes que favorecen una oración más fructuosa.
El primero es el silencio externo (silencio de personas y ruidos) e interno (del alma, de nuestra imaginación y emociones). Y este silencio se da privilegiadamente en la soledad. Éste sería, pues, la situación ideal. Puede ser la soledad de la propia habitación, la del apartado oratorio o la de la iglesia.
Aunque también entra entre los elementos accidentales algunos autores recuerdan la importancia (especialmente si se hace en un lugar que no sea un oratorio o templo) de tener ante sí alguna imagen de Cristo y de la María Virgen; incluso un cirio encendido que nos recuerde a Cristo luz viva y resucitada que nos habla en las Escrituras. En la medida de lo posible, ayuda mucho una buena versión de la Biblia, con buenas y serias introducciones y notas, que puede ayudar a una mejor comprensión del texto sagrado[4].
En cuanto al mejor tiempo del día para la “lectio”, puede variar para cada persona, pero siempre ayuda más el hacerlo al inicio del día o al final de la tarde. En cuanto a la frecuencia, el ideal es la “lectio divina” diaria, pero cada persona debe juzgar cuáles son sus posibilidades. Quizá muchos no puedan hacerlo más que una vez por semana o varias. Lo que importa es que haya continuidad y perseverancia hasta hacerse el hábito de este extraordinario ejercicio de piedad.
Finalmente, respecto a la duración, cada uno ha de hallar su propia medida en el interior de su corazón, pero teniendo en cuenta que un mínimo de tiempo es necesario para poder lograr esta “rumiadura” de la Palabra divina. Media hora parece el mínimo indispensable; aunque quien sólo pueda dedicarle menos tiempo, indudablemente siempre será mejor que nada.
Lo importante es prolongar interiormente a lo largo de todo el día lo que hemos escuchado de Dios en la Escritura, volviendo las veces que sea posible a lo que Dios nos ha dicho, como una antífona interior que nos ilumina el alma. Algo así como escribe Santa Teresa: “Tengo por gran merced del Señor la paciencia que su Majestad me dio… Mucho me aprovechó para tenerla haber leído la historia de Job en las Morales de San Gregorio… Traía muy ordinario estas palabras de Job en el pensamiento y decíalas: ‘Pues recibimos los bienes de la mano del Señor, ¿por qué no sufriremos los males?’ (Job 2,10). Esto me parece me ponía esfuerzo”[5]. En otro lugar confiesa: “Otro tiempo traía yo delante muchas veces lo que dice San Pablo, que todo se puede en Dios (Fil. 4,13); en mí bien entendía que no podía nada. Esto me aprovechó mucho”[6].
2. Esquema posible de la lectio divina:
- Preparación: silencio exterior e interior: Me pongo en la presencia del Señor: contemplo a Dios que me quiere, me acoge, me escucha, me habla.
- Petición: Humildemente te pido, Señor, Tú que eres la luz verdadera y la fuente misma de toda luz, que meditando fielmente tu Palabra, viva siempre en tu claridad. Por Jesucristo, tu hijo, nuestro Señor.
- Lectura de la Palabra de Dios: Leo tranquilamente el texto bíblico para hoy, en comunión con toda la Iglesia (puedo usar el evangelio, o la primera o la segunda lectura de la Misa del día; o bien cualquier texto elegido por mí). Me fijo bien en todos los detalles.
- Reflexiones sobre el texto leído; me pregunto: ¿Que dice este texto? (personas, circunstancias, actitudes…)
¿Qué me dice a mí, personalmente? ¿Qué me quieres decir Tú, Señor, con estas palabras? (Meditación)
¿Qué te digo yo ahora, Señor? ¿Cómo podría poner lo que he leído en forma de oración? ¿Qué me enseña a pedir, lo que he leído? (Oración)
¡Quiero identificarme contigo, Señor! ¿Qué hacer? (Contemplación, iluminación de mi vida concreta)
- Terminar con una oración; por ejemplo: Gracias, Señor, por tu presencia y tu cercanía en este rato de oración; y por la luz y la fuerza que me has dado. Ayúdame a vivir según tu voluntad y sirviendo siempre a mis hermanos. Por Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor.
3. Frutos de la oración con la Sagrada Escritura
Los frutos de la meditación y de la lectio, además del contacto más íntimo con Dios, son dos actitudes fundamentales: conversión y vida consecuente.
Primero la conversión. Es imposible entender las Escrituras si uno quiere seguir siempre sus propios caminos y no está dispuesto a ir por los que Dios quiera abrir precisamente por medio de las luces que nos puede dar en este modo de oración. Dice el Señor por Isaías: “mis caminos no son vuestros caminos ni los vuestros son los míos” (Is 55,10). La Palabra de Dios da discernimiento, ayuda a distinguir entre caminos y caminos. Nos ilumina y fortalece para mantenernos en el camino acertado. Nos juzga, cuando vamos por un camino equivocado, y nos espolea a la conversión. Sea meditando como escuchando en la “lectio divina” la Palabra de Dios, oímos una voz que nos dice: “¡Adelante!” o, por el contrario, “conviértete, cambia de camino, por el que vas no te lleva a la vida”. Nuestra actitud ha de ser como la de Samuel: “Habla, Señor, que tu siervo te escucha” (1Sam 3,10). Quien hace “lectio divina” de modo habitual, escuchará la Palabra e irá recibiendo con Ella el don del discernimiento y la fuerza interior de la rectificación y de la conversión permanente, la “segunda conversión” de que habla la tradición monástica. Porque no olvidemos que “el justo cae siete veces al día”. Gracias al discernimiento hallaremos siempre el camino justo, y con la fuerza que nos da el Espíritu en las Escrituras seremos capaces de seguirlo y, en caso de haber tomado momentáneamente otro, de volver rápidamente a él.
El segundo fruto que se espera de la oración con la Biblia es la traducción de la Palabra en palabras y en vida. La “lectio” impulsa con gran dinamismo a hacer vida lo que se ha “leído” y a hacer partícipes a los demás de lo que el Espíritu le ha regalado en la “lectura”. Sin repercusión en el entorno vital, sea ésta evidente u oculta, no hay verdadera “lectio divina”. A la vez que hacemos “lectio divina”, ésta nos hace, nos construye interiormente, nos fragua en nuestra identidad, nos evangeliza, nos cristifica. Así el horizonte de la propia existencia se funde con el horizonte del texto sagrado en el tejido, denso y a veces intricado, de la vida cotidiana.
[1] “Impuris se Veritas non ostendit, non se credit Sapientia” (Bernardo, In Cant. serm. 62,8).
[2] San Agustín, Doct. Christ. III, 37,56: PL 34,89.
[3] Santa Teresita del Niño Jesús, Últimas conversaciones, 21/26.5.11
[4] En Argentina contamos con la excelente versión de Mons. Juan Straubinger, recientemente reeditada por la Universidad Católica de la La Plata.
[5] Santa Teresa de Jesús, Vida, 5, 8.
[6] Santa Teresa de Jesús, Vida, 13, 3.
muchas gracias de gran valor para invitarnos a escuchar a padre Dios atra vez de su palabra