La idolatría y sus formas: ¿Existe idolatría hasta en una simulación, o en un acto que puede ser considerado como tal por algunos?
- Idolatría y sus formas: Interna o externa
¿Qué es la idolatría? El Catecismo de la Iglesia Católica la define con las siguientes palabras: «La idolatría no se refiere sólo a los cultos falsos del paganismo. Es una tentación constante de la fe. Consiste en divinizar lo que no es Dios. Hay idolatría desde el momento en que el hombre honra y reverencia a una criatura en lugar de Dios. Trátese de dioses o de demonios (por ejemplo, el satanismo), de poder, de placer, de la raza, de los antepasados, del Estado, del dinero, etc. “No podéis servir a Dios y al dinero”, dice Jesús (Mt 6,24)» [2113].
Más adelante afirmará lo siguiente: «La vida humana se unifica en la adoración del Dios Único. El mandamiento de adorar al único Señor da unidad al hombre y lo salva de una dispersión infinita. La idolatría es una perversión del sentido religioso innato en el hombre. El idólatra es el que “aplica a cualquier cosa, en lugar de a Dios, la indestructible noción de Dios” (Orígenes, Contra Celsum, 2, 40)» [2114].
El subrayado de ambos párrafos es nuestro. Lo hemos hecho con toda la intención de remarcar como es voluntad explícita de la doctrina católica el dejar en claro dos aspectos: Al afirmar que es una “perversión del sentido religioso innato en el hombre”, se afirma que se trata de una actitud fundamentalmente interior; se trata de entregar el corazón, lo más preciado e interno del alma del hombre, a una realidad creada y no a Dios. Así lo da a entender bien claramente Orígenes, en el texto citado: La misma ‘noción de Dios’ se aplica a lo creado. Pero esto no es todo: El subrayado anterior nos dice que existe idolatría “desde el momento en que se honra y reverencia a una creatura en lugar de Dios”. La afirmación parece querer indicar actos externos y no solamente internos de adoración, actos externos que serán símbolos de aquellos interiores.
Si queremos profundizar en el sentido etimológico de los elementos que integran la definición expuesta, podemos afirmar, por ejemplo, que el Diccionario de la Real Academia española da cuatro significados del vocablo ‘honra’. Presentemos los tres primeros: 1. Estima y respeto de la dignidad propia; 2. f. Buena opinión y fama adquiridas por la virtud y el mérito; 3. f. Demostración de aprecio que se hace de alguien por su virtud y mérito. Este tercero en particular – también sugerido por los dos primeros – dice clara relación a uno o más actos externos, ya que una “demostración de aprecio”, por ejemplo, será siempre algo exterior.
La evidencia se muestra con mayor fuerza si analizamos el término ‘reverencia’. Aquí los significados que aparecen son tres: 1. f. Respeto o veneración que tiene alguien a otra persona; 2. f. Inclinación del cuerpo en señal de respeto o veneración; 3. f. Tratamiento que se da a los religiosos condecorados o de cierta dignidad.[1]
Como puede observarse, los dos últimos significados expuestos dicen inequívoca referencia a actos externos del ser humano, y hasta el primero de los significados tampoco los excluye. La conclusión es, que bien que se trate del primer caso como del segundo, toda forma o modalidad de honra y reverencia hacia una creatura, que por su naturaleza debería otorgarse a Dios – constituirá un acto de idolatría. Serán también, al menos casi siempre, claros indicativos de una actitud exterior, reflejo y demostración de otra más profunda e interior.[2]
- La idolatría material y la idolatría formal
La enciclopedia Rialp, en la voz correspondiente a idolatría, la define del siguiente modo: «Significa literalmente “adoración -y culto- de los ídolos”, es decir, de las imágenes o representaciones de los falsos dioses. En Teología moral se define como “culto indebido tributado a una creatura”: Comprende así, no sólo el culto a las imágenes de dioses falsos, sino el culto a los mismos dioses falsos o a cualquier creatura, sea a través de la imagen o sin ella. En Historia de las Religiones, es el culto y adoración de las imágenes o representaciones divinas que se da en las religiones no cristianas». A continuación, y después de reconocer que existían personas, entre los paganos, que distinguían entre la divinidad adorada y su mera representación o estatua (idolatría relativa en este caso, siendo absoluta en aquellos que no hacían la suficiente distinción), agrega una nota de sumo interés: «Todo el realismo empleado parece muchas veces sólo querer significar que el honor dado a la estatua del dios verdaderamente llegaba al dios representado por la estatua; y que el dios por ésta representado, una vez debidamente consagrada y ritualmente santificada, en algún modo misterioso estaba también presente en el lugar en que su estatua era honrada».[3] Tal conclusión es importante, no sólo porque introduce una distinción en el modo en que los idólatras adoraban, sino porque deja en claro que el mero honor de carácter divino tributado a una estatua o representación, constituye de por sí un acto de idolatría, aún en el caso en que el sujeto que lo ejecuta sea consciente que el dios a quien hace referencia no se halla efectivamente presente en la estatua. En realidad, no es necesario que lo esté. El acto, por parte de la persona que lo lleva a cabo, es de carácter idolátrico debido a las mismas características de las cuales está revestido, independientemente de la buena intención, empatía, o deseo de realizar un gesto de condescendencia o acercamiento con otros.[4]
Santo Tomás es también clarísimo y tajante en este punto: «Lo mismo que, cuando oramos y alabamos a Dios dirigimos nuestras voces significativas hacia Aquel a quien ofrecemos en nuestro corazón las mismas cosas que expresamos, así también, cuando sacrificamos, hemos de entender que no debemos ofrecer el sacrificio visible a otro que a ese Dios cuyo sacrificio invisible debemos ser nosotros en el interior de nuestros corazones».[5] El hombre debe la ofrenda interior de su corazón sólo a Dios; por lo cual, cualquier acto que llegue a interpretarse equívocamente en ese sentido, o que pueda parecer ambiguo al respecto, es de por sí repudiable, y en cierto modo (o en más de un modo), idolátrico.
- La resistencia cristiana a la idolatría. La simulación.
El Catecismo añade una nota de sumo interés en uno de los ítems que hemos presentado: «Numerosos mártires han muerto por no adorar a “la Bestia” (cfr. Ap 13-14), negándose incluso a simular su culto. La idolatría rechaza el único Señorío de Dios; es, por tanto, incompatible con la comunión divina (cfr. Gal 5,20; Ef 5,5)» [2113]. Nuevamente subrayamos una frase clave, que incluye en este caso una nueva noción: El cristianismo, desde sus orígenes, ha tenido una clara actitud de rechazo total de la idolatría, en cualquiera de sus formas, incluida la “simulación” de la misma. Existen páginas proverbiales en la Tradición cristiana sobre el tema (como las Actas de las mártires), y también las encontramos en la misma Sagrada Escritura, tanto en el Nuevo como en el Antiguo Testamento, porque ya en el judaísmo tardío existía una mentalidad muy fuerte de querer disponerse incluso hasta el martirio antes de cometer un acto que pudiera parecer sacrílego o idolátrico. Ejemplos de este tipo poseemos muchísimos, varios más que memorables.[6]
Nuevamente aquí, la definición de Santo Tomás no deja de sorprendernos por su rampante claridad: «Otros defendieron que el culto externo de latría no se debía ofrecer a los ídolos considerándolo como bueno y conveniente en sí, sino como necesario para conformarse a la costumbre del vulgo. Refiere esto San Agustín citando estas palabras de Séneca: “Adoramos de tal manera, que este culto nos hace pensar más en el uso ya adaptado que en el valor real de sus ritos”. Y añade el Santo: “En vano se ha de buscar la religión entre los filósofos, pues, al mismo tiempo que participaban con el pueblo en los cultos sagrados, disputaban en las escuelas, sosteniendo opiniones diversas y contrarias sobre la naturaleza de sus dioses y la del Sumo Bien”. Este mismo error siguieron algunos herejes, quienes afirmaban que en tiempo de persecución se podía sacrificar a los ídolos externamente, guardando, sin embargo, la fe en el corazón. – Evidentemente esta doctrina es falsa. Porque el culto externo es signo del culto interno: Y así cómo es una mentira perniciosa decir con las palabras lo contrario de lo que uno cree por la fe en el corazón; de la misma manera es perniciosa falsedad ofrecer culto externo a un ser contra lo que uno piensa en su espíritu. Por eso dice San Agustín que Séneca “era más reprensible que todos los demás al adorar los ídolos, pues lo que obraba con mentira lo hacía de tal manera que ante el pueblo se presentaba como verdadero”».[7]
Después de estas palabras, huelga todo comentario. La doctrina del Aquinate es muy clara: El que simula, o el que pretende adaptarse, no sólo comete un pecado de idolatría, sino incluso uno aún mayor de falsedad y simulación. Comete ciertamente también un pecado de escándalo, aunque el tratar sobre el mismo exceda ahora nuestras posibilidades.[8]
- Las consecuencias de la idolatría
Todo esto parece adaptarse muy bien a lo enseñado, por ejemplo, por el libro de la Sabiduría, que dedica varias páginas memorables a la descripción de la idolatría, páginas de una belleza y de un realismo digno de ser recordado: «Un padre, desconsolado por un luto prematuro, hace una imagen del hijo difunto, y al que antes era un hombre muerto, ahora lo venera como un dios e instituye misterios e iniciaciones para sus subordinados; más tarde, con el tiempo, esta impía costumbre se arraiga y se observa como ley» (Sab 14, 15-16). O también: «Queriendo tal vez halagar al potentado, (el artista) exageró con arte la belleza de la imagen, y la gente, atraída por el encanto de la obra, juzga ahora digno de adoración al que poco antes veneraba como hombre» (Sab 14, 19-20).
Los textos son claros, y están lejos de ser los únicos. La idolatría no es producto, necesariamente, de una malicia o de un plan perverso bien premeditado. Conducirá sí a la perversidad, sin duda, y a una perversidad grande – como también afirma el texto sagrado –[9], pero no ha sido ese su inicio. En el primero de los textos, los sentimientos humanos del padre desconsolado lo llevaron a idolatrar la figura de su hijo, figura que él mismo había confeccionado. La influencia de este hombre entre los suyos, y la costumbre, hicieron el resto, transformándolo en ley. En el segundo caso, la ambición y el énfasis exagerado puesto en la belleza externa de la imagen sirvió de lazo para cautivar a otros hombres, quienes, atraídos, comienzan a adorar lo que antes sólo veneraban. De hecho, en la inmensa mayoría de los casos, ese es el camino que sigue la idolatría. La debilidad o los deseos desordenados son lazos que atrapan y llevan a abismos más profundos.[10] El deseo de complacer y ser complacido, el desorden en los sentimientos o en la apreciación de la belleza, pueden ser – y son, también en el mundo actual – causa de idolatría, y de verdadera idolatría, la que se va haciendo más perversa a medida que progresa como tal, llegando a tocar grados insospechables de degradación. Las desviaciones sexuales modernas son un ejemplo, y también lo es el afán de dinero y de riquezas. Empezando muchas veces como juego, diversión o distracción, llegan a tocar grados impensables de insensatez y perversión.
En general, esta perversidad se manifiesta de dos modos: Por una parte, produce o aumenta la ignorancia con la cual se ejecutan dichos actos, tratándose de todos modos de una ignorancia culpable, ya que tuvo su origen en el consentimiento dado a una inclinación que se percibió en un primer momento como desordenada. La ignorancia llega al extremo de cambiar totalmente el nombre a las cosas, y saludar como bienes los que antes se retenían como males. Nuevamente, el libro de la Sabiduría nos lo describe magníficamente: «Metidos en la guerra cruel de la ignorancia, saludan a esos males con el nombre de paz» (Sab 14,22).
El segundo modo o efecto es aún más degradante, porque da lugar a las perversiones más abyectas e infamantes que puedan pensarse. Sobre dichas perversiones disponemos en realidad de mucha información histórica, aunque la historia oficial busque y logre a veces ocultarla, instalando un relato opuesto. Dejemos hablar a la Sabiduría: «Practican ritos en los que matan a niños, o celebran cultos misteriosos, o realizan locas orgías de extraño ritual, ya no conservan pura ni la vida ni el matrimonio, sino que unos a otros se acechan para eliminarse o se humillan con sus adulterios. En todas partes reina la confusión: sangre y crimen, robo y engaño, corrupción, infidelidad, revueltas y falsos juramentos, confusión de los valores, olvido de la gratitud, contaminación de las almas, perversiones sexuales, desórdenes matrimoniales, adulterio e inmoralidad» (Sab 14, 23-26). Todas estas perversiones fueron comunes en todas las formas de paganismo histórico que existieron, y en todos los lugares en los que se conoció: Asia, África, la Europa precristiana y ciertamente, de modo particular, en la América precolombina, mal que le pese a los progresistas, a los socialistas, a los liberales y a los católicos ilusos que prefieren ignorar la historia para acomodarse a los criterios del mundo. Muchos de estos fenómenos están reapareciendo, con fuerza, en el mundo moderno, cosa que no debería sorprendernos en absoluto. Es lógico que una sociedad que se vuelve pagana, queriéndose volverse tal, adquiera nuevamente los vicios del paganismo, alejándose, como consecuencia, de toda forma de virtud.
La Escritura es tajante en el juicio conclusivo sobre la idolatría, tanto en sí misma como en aquel que la lleva a cabo. No sólo en el Antiguo Testamento, donde las sentencias no dejan en absoluto lugar a dudas: El culto a los ídolos que no son nada es principio, causa y fin de todos los males (Sab 14,27), sino también en el Nuevo, donde se declara que no hay lugar para los idólatras en el reino de Dios: «No sigan engañándose: ni inmorales ni idólatras ni adúlteros ni afeminados ni homosexuales, ni ladrones ni avaros ni borrachos ni calumniadores ni explotadores heredarán el reino de Dios» (1Cor 6, 9-10).[11]
Que el Señor nos libre de toda forma de idolatría, y de considerar la práctica de dicha perversión como “cosas o detalles pequeños”. No puede llamarse pequeño en absoluto aquello que ofende gravemente a Dios.
P. Carlos D. Pereira, IVE
[1] Todos estos significados pueden consultarse, según sus voces respectivas, en la edición on-line del Diccionario de la Real Academia española: https://dle.rae.es/diccionario.
[2] Tomás de Aquino es muy claro al respecto, ya en el ‘sed contra’ (párrafo donde presenta un argumento de autoridad, antes de exponer el razonamiento demostrativo), del segundo artículo donde trata justamente la cuestión de la idolatría: Se basa en Ex 20,5, donde se lee claramente que son dos las prohibiciones que Dios da a Moisés al respecto: No te postrarás ante ellos (imágenes), ni les darás culto. La primera es actitud externa, la segunda significa la actitud interior. Y concluye: «Por lo tanto, dar culto a los ídolos, sea interna o externamente, es pecado» (Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, 94, 2, s.c.).
[3] Cfr. La cita de enciclopedia RIALP, en el siguiente artículo: http://www.teologoresponde.org/tag/que-es-la-idolatria/.
[4] Hubo casos en que se recurrió a los escritores clásicos para contrarrestar las opiniones de ciertos juristas del siglo XVIII, quienes, influenciados probablemente por el iluminismo reinante, diferenciaban entre la moralidad de la idolatría formal y de la ideología material. La primera constituiría pecado mientras que no la segunda. Contra dicha postura, se recurrió a la autoridad de San Agustín, Ciudad de Dios, 10.19, y a la de Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, 92,2; 94,2; 94,4 (citado por N. Griffiths, La cruz y la serpiente: La represión y el resurgimiento religioso en el Perú, Pont. Univ. Católica del Perú: Fondo ed., Lima 1998, 306, nota 33).
[5] Tomás de Aquino, S. Th, II-II, 94, 2.
[6] Como el del memorable anciano Eleazar, que prefirió morir antes que fingir una idolatría, ante la propuesta de sólo aparentar comer carne consagrada a los ídolos, sin hacerlo realmente (cfr. 2Mac 6, 18-29). Y, en el Nuevo Testamento, San Pablo exhorta claramente: ¡Apartaos de toda apariencia de mal! (1Tes 5,22).
[7] S. Th, II-II, 94, 2.
[8] Así comenta Santo Tomás: «Existe un doble escándalo: “pasivo” en quien se escandaliza, y “activo” en el que escandaliza, dando ocasión de caída. Así, el escándalo pasivo es pecado (…) desde el momento en que ocasiona una espiritual ruina, cual es el pecado. Pero puede darse sin pecado de parte de aquel que obra, si el que obra lo ha hecho bien. En cambio, el escándalo activo es siempre pecado en el que escandaliza, porque la acción o es pecado o tiene tinte de pecado, y nunca se ha de poner por caridad para con el prójimo …» (S. Th, II-II, 43, 2). La acción que es, o que induce, o hasta parece pecado, es siempre un escándalo, y constituye un nuevo pecado por parte del que la ejecuta, además del pecado concreto que sirvió de ocasión.
[9] Como Sab 14,12, por ejemplo: El principio de la inmoralidad arranca de proyectar ídolos, y su invención trajo la corrupción de la vida.
[10] Sab 14,21: Este hecho resultó una trampa para el mundo: ya que los hombres, bajo el yugo de la desgracia y del poder, impusieron el nombre incomunicable a la piedra y al leño. Aun distinguiendo al principio – quizás – entre un Dios supremo y dioses ídolos, el culto a estos últimos llevó necesariamente a igualar las cosas, y a trasladar el uso del ‘nombre incomunicable’ (el que sólo pertenece al Dios supremo) a los ídolos. En este caso, se puede ver como la idolatría conduce por sí misma a un grado más alto de perversidad.
[11] Sentencias similares encontramos en 1Cor 5, 10-11; 1Cor 10,7; Ap 21,8; 22,15.
Puede también leerse, con mucho provecho, una entrevista al cardenal Müller sobre el tema, en: https://gloria.tv/post/p4eYkjWmRN8o1TaJuYCevKpkw
¡¡Muy bueno Pater!! Muy esclarecedor para estos tiempos…