JESUS Y NICODEMO

Encuentro de Jesús con Nicodemo

Encuentro de Jesús con Nicodemo

 ¡Cuántas veces he pensado en el episodio del encuentro de Jesús y Nicodemo en el tercer capítulo del Evangelio de Juan! Nicodemo es el tipo del intelectual de su tiempo: es docto, estudia y conoce lo que constituye toda la civilización de su nación en su época: la ley, la Torá; Jesús reconoce su dignidad, le llama maestro en Israel; es hombre de libros, sus manos huelen a pergamino de rótulos de la ley entre los cuales ha consumido su vida: es también animado de una sincera y profunda preocupación religiosa. En él vive el deseo fuerte y ardiente de Dios que constituye la parte mejor del alma hebrea, hay en él algo de la rectitud interior, de la orientación firme de la vida entera hacia el servicio y el amor de Dios, que aparece en los antiguos Rabí de Israel, que empuja al viejo Rabí Aquiva a entonar frente a la muerte el canto de la fidelidad a Dios, con la fuerza, casi, y la serenidad de un mártir cristiano.

Viene de noche; es el momento en que ciertamente aprovechan sea los tími­dos o los pávidos, pero a mí me gusta más pensar que fue a aquella hora, porque deseó para su coloquio con Jesús, las horas tranquilas y sosegadas de la noche: durante el día, una casa oriental, bastante pobre, como debía ser la de Jesús, situada al mismo nivel de la calle, está siempre abierta, todos pueden entrar y salir, no hay el silen­cio recogido y tranquilo que busca Nicodemo; además de día el maestro está siempre fuera, o rodeado por las mu­chedumbres, o peregrino sobre los lar­gos caminos. El viejo docto de la ley tiene su problema personal, sus propias dificultades, él quiere volcar su cora­zón, proponer sus cuestiones, hablar de silla a silla, sin que ningún extraño se entrometa. En efecto no es tímido: al momento oportuno no vacilará en reve­lar frente a los mismos fariseos sus co­legas cuánto de injusto y de ilegal se perpetraba en la acción que querían desarrollar contra Jesús.

Su actitud es la del hombre que pien­sa y reflexiona; siente la necesidad de decir a Jesús porqué viene, de darle la motivación de su visita: nadie puede hacer los milagros que tú haces de no tener a Dios consigo: lo dice con una cierta conciencia de su dignidad, pero que no degenera en la soberbia dura de sus correligionarios y no le impide pedir luz, él, maestro en Israel, al joven Rabí de Nazaret.

Jesús lo recibe con simpatía, diría casi con efusión. En el silencio de la noche, Jesús deja caer el velo de las parábolas: no habla en figuras; habla con el acento de claridad viva y fuerte, que usa cuando habla con los suyos y les revela algo, más grande que la parábola, a saber la significación de la parábola; abre la intimidad de su misterio, recogiendo en una síntesis rápida y conmovida las más altas verdades de su mensaje, las más profundas realidades de su personalidad. Es necesario casi llegar a los coloquios después de la Ultima cena, para que sea alcanzado y superado el nivel al que se ha levantado Jesús en el coloquio con Nicodemo. Aquel Reino de Dios que es presentado a las muchedumbres bajo las apariencias de las pobres cosas terrenales, que de vez en cuando es banquete o red, margarita preciosa o dracma perdida, campo, levadura, o grano de mostaza, aquí es presentado en su esencia ínti­ma : es un nacimiento nuevo que engen­dra una nueva criatura: Jesús indica los agentes de este nacimiento celestial, el agua y el espíritu, insiste sobre la rea­lidad del espíritu, comparándolo a una fuerza activa, que, si no es visible, no es, por esto, menos real; explica el valor trascendente del testigo que habla de lo que ha visto; afirma su origen divino, porque el Hijo del hombre ha descendi­do del Cielo, evoca en un lejano vislum­bre la visión de su fin de donde surgi­rá la fe que introduce a la Vida. Nicodemo, incierto todavía, se alejará entre las tinieblas de la noche, pero se unirá un día a la tristeza amorosa de los dis­cípulos.

Creo que la actitud de Jesús en este episodio establece la ley fundamental de todo apostolado intelectual. A los hombres de pensamiento, a los hombres que han pensado, se les debe hacer el honor que Cristo hizo a Nicodemo: se les debe proponer el problema religioso en lo esencial y se les debe presentar el Cristianismo en el sentido íntimo de su misterio.

¿Qué es lo que constituye esta esen­cial en la formulación del problema re­ligioso frente a la mentalidad moder­na? Será sin duda lo mismo que Jesús afirmó a Nicodemo, a saber, que el pro­blema, religioso no se puede plantear, y menos aún resolver, fuera del mundo sobrenatural, será pues la afirmación del carácter sobrenatural de la  fe, nacimiento nuevo, que nos introduce en la participación de la vida divina; pero antes de esto, y más urgente que esto será el mostrar que la inteligencia pue­de franquear el paso hacia el don divi­no y dar al alma una motivación íntima de su vida religiosa, que establezca la armonía entre el mundo de la fe y el mundo del pensamiento. Las dificulta­des que los hombres cultos de hoy en­cuentran acercándose a la fe son muy variadas según las direcciones filosófi­cas de las que cada uno procede: pero, a lo menos entre aquellos que sienten una cierta simpatía hacia la religiosi­dad, la actitud más difundida será la de reducir la fe y la vida religiosa a una necesidad de la vida afectiva, a una aspiración del sentimiento. Según sus propios gustos personales, unos la considerarán, por esto, como algo inferior a la actividad racional: (“ella nos introduce en el mundo del sublime”, “está infinitamente más arriba que mi actividad científica”, “mi pensamiento racional no puede alcanzarla”): pero unos y otros se acordarán en rehusarle un carácter intelectual y en ponerla fuera del dominio de la inteligencia. Es la laicización de la inteligencia característica de nuestra época. Diría casi que el alma del espíritu moderno se encuentra en el principio de inmanencia en esta deificación del yo humano que atribuye a nuestro pensamiento la autonomía y la actividad creativa del pensamiento divino, que concibe al intelecto como algo encerrado en sí mismo, autosuficiente, cuyo devenir es idéntico al mismo acto del absoluto.

Por esto hoy, antes de anunciar a los hombres del mundo culto el mensaje del testimonio misterioso que habla de lo que ha visto, es necesario hacer de nuevo al hombre, rehacer en el pensamiento la concepción misma del pensamiento, porque la filosofía moderna ha desfigurado tanto los rasgos de la creatura, que Dios no se le puede ya más comunicar: un intelecto idealístico no puede recibir la inefable gracia de la revelación. Lo esencial, será pues, abrir el intelecto a la luz que viene desursum, de lo alto, mostrar cómo él, precisamente porque es la facultad de un absoluto, que trasciende la experiencia y es distinto del ser de aquél que lo piensa, puede llevarnos hasta Dios. Cuando afirmaremos estas ideas u otras parecidas se nos contestará, con un acento que será muy parecido al de Nicodemo: “Pero ¿cómo puede hacerse esto?” Será necesario entonces acercar- se lo más posible a la mentalidad de nuestros amigos, discutir, aclarar, insistir, buscar puntos de contacto donde podamos entendernos, seguir el ejemplo de Jesús que quiere recordar a Nicodemo cómo aquellos Profetas, objeto de su estudio apasionado, daban testimonio en favor de aquel nacimiento de Espí­ritu que él había anunciado: trataba de sacar del ambiente espiritual y de las ideas que eran familiares a Nicodemo la adhesión a las nuevas que él venía desarrollando. Nosotros deberemos ha­cer algo parecido y mostrar que aque­lla misma actividad racional, aquella vi­da intelectual a la que han consagrado lo mejor de sus fuerzas, rinde testimo­nio a las verdades de la filosofía espiri­tualista que son el fundamento racional del cristianismo; que considerada en sí misma, en su grandeza y en su miseria, en su aparente suficiencia y en su ínti­ma insuficiencia, en las exigencias ín­timas de su vida, es ininteligible sin la afirmación de una inteligencia que in­finitamente la trascienda; que aquella autoconciencia, que es el foco central de nuestra vida interior, implica en su ín­timo desarrollo, la existencia de una autoconciencia absoluta e infinita: ne­cesita pues sacar de la vida misma del intelecto finito la afirmación racional del intelecto infinito.

Monseñor Dr. José Canovaí,

Auditor de la Nunciatura Apostólica (1939-1942).

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11 comentarios

  1. Excelente enseñanza

  2. Gracias por este espacio para leer, la realidad es no hay una cita biblia para poder entender lo que dice la Sagrada Escritura, ejemplo en donde está escrito lo que Nicodemo? que, Evangelio. capitulo y versiculo. Perdon por mi comentario.

    • P. Carlos Pereira, IVE

      Estimado José:

      Disculpe la falta de precisión. Tiene Ud. razón. El encuentro de Jesús con Nicodemo puede leerse en el evangelio según San Juan. En el capítulo 3, desde el versículo 1 hasta el 21. Gracias. P. Carlos P.

  3. Exelente reflexión, me conmueve su contemplación de la actitud de Jesús y de Nicodemo…¡cuánto necesitamos imitar de ese encuentro “de silla a silla”!. Gracias por compartirla.

  4. Padre Carlos: si Ud. me lo permite me gustaría hacer una cita de este artículo en un texto académico que estoy elaborando. ¿Cómo puedo citarlo? (estoy confundida debido a que el final del artículo figura el nombre de Monseñor Conovarí, no el suyo). Le agradezco desde ya su aclaración.

    • P. Carlos Pereira, IVE

      Estimada:

      Disculpe la demora en responder. Por mi parte no hay problemas. El artículo aparecía en la Revista Bíblica Argentina, que cambió totalmente de dirección y formato hace muchos años. No tengo presente en qué núemero de la revista salía, pero no creo que nadie se preocupe. En tal caso, Ud puede citarlo como del autor (Monseñor José Canovaí), aparecido en Revista Bíblica, Buenos Aires, 1949 (aproximadamente el año), y para más seguridad ponga el link de mi blog para indicar la fuente. Si le parece, yo haría de ese modo. Gracias. Dios la bendiga.

  5. Padre, usted tiene cuenta en twitter?

    • P. Carlos Pereira, IVE

      Estimado:

      No tengo cuenta en twitter. Cualquier comunicación, le agradezco sea por este medio o por e-mail directamente. Dios lo bendiga. P. CP.

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